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lunes, 11 de octubre de 2010

Los Mosqueteros de Alejandro Dumas

Volver a leer obras clave de la literatura universal es un ejercicio reconfortante.

Eso hice con los mosqueteros de Alexandre Dumas recuperando hechos que tenía olvidados –y que las diferentes versiones cinematográficas o abreviadas omiten—pero que resultan sorprendentes.

En el capítulo 1 el autor ayuda al lector a hacerse una idea de cómo es D’Artagnan recurriendo a un personaje de ficción bastante conocido en las letras españolas: “hagamos su retrato de un solo trazo: figuraos a don Quijote a los dieciocho años, un don Quijote descortezado, sin cota ni quijotes, un don Quijote revestido de un jubón de lana”. Su montura se compara a Rocinante. Ahí es nada.

En el capítulo 2 describe la trayectoria del señor de Tréville, jefe de los mosqueteros del Rey, de modo tal que haría las delicias de Richard Herrnstein y Charles Murray: “había empezado (su carrera) sin un cuarto, pero con ese caudal de audacia, de ingenio y de entendimiento que hace que el más pobre hidalgucho gascón reciba con frecuencia de sus esperanzas de la herencia paterna más de lo que el más rico gentilhombre recibe en realidad”. Un sustancial alegato a la meritocracia.

Descubrimos en el capítulo 9 que Ana de Austria, la mujer del Rey de Francia, era española. Y algo después llegamos a saber que el cardenal Richelieu, al igual que el duque de Buckingham, estaba perdidamente enamorado de ella (“lo que realmente se ventilaba en esta partida –La Rochelle—que los dos reinos más poderosos jugaban por el capricho de dos hombres enamorados, era una simple mirada de Ana de Austria”). El autor francés no tiene reparo en confesar la extraordinaria belleza de la reina (capítulo 16) –por cierto, la enamorada de Aramis también está vinculada a iberia. ¡Ay las mujeres españolas!

Dumas recoge aquí y allá para reforzar su narración. De ahí el famoso ‘todos para uno y uno para todos’ divisa de los mosqueteros. Pero hace tiempo supimos que existe la posibilidad de que esta divisa le fuese robada al tercer gran hombre de la Europa de aquella época, el conde-duque de Olivares, a quien, extrañamente, el novelista nunca menciona.


No de desperdicia la oportunidad para criticar las campañas militares: “lanzó un suspiro sobre aquel extraño destino que lleva a los hombres a destruirse unos a otros por intereses de personas que les son extrañas y a que a menudo no saben siquiera que existen”.

Una curiosidad: en el famoso baile en el que la reina debe mostrar el collar que le dio en prenda a Buckingham –y que los mosqueteros le ayudan a recuperar a tiempo—el cardenal Richelieu se viste de caballero español. ¿Signo de distinción?

Veamos ahora cómo cobra relevancia la personalidad en la narración del novelista: “un bribón no ríe de igual forma que un hombre honesto, un hipócrita no llora con las mismas lágrimas que un hombre de buena fe. Toda falsedad es una máscara, y por bien hecha que esté la máscara, siempre se llega, con un poco de atención, a distinguirla del rostro”. Un varapalo para quienes igualan conducta a personalidad, ¿no?

Otra de las perlas de Dumas se descubre cuando Milady está presa en Inglaterra y logra seducir a Felton para escapar y, de paso, lograr que este puritano inglés acabe con la vida de Buckingham: “un puritano no adora más que a las vírgenes, y las adora juntando las manos. Un mosquetero ama a las mujeres, y las ama juntando los brazos”. ¡Ole!

En el capítulo 57 se relata cómo Buckingham había sido “enviado como embajador a España, donde iba a pedir la mano de la infanta para el rey Carlos I, que no era entonces más que príncipe de Gales”. Este episodio forma parte de la serie del capitán Alatriste firmada por un confeso admirador de Dumas, Arturo Pérez-Reverte.

En fin, una deliciosa novela de aventuras que gira alrededor de Athos, Porthos, Aramis y D’Artagnan. No tengan reparos en volver a leerla si la tienen olvidada en su estantería. Menos K. Follett y más A. Dumas…

martes, 9 de septiembre de 2008

El conde-duque de Olivares

Leí el extenso estudio de Sir John H. Elliott sobre Gaspar de Guzmán, el conde-duque de Olivares, publicado por Editorial Crítica.

Llegar a la última página supone una sensación dulce y amarga a la vez. Admiras a Gaspar, pero sin saber por qué. Elliott se regodea en la ambigüedad, a menudo glosando las virtudes del conde-duque, y, cada cierto tiempo, subrayando las limitaciones del valido del rey. Se supone que es una estrategia para simular neutralidad en el tratamiento del personaje.

El autor divide su obra en cuatro partes: (1) herencia, (2) reforma y reputación, (3) fracaso de la reforma y (4) pérdida de la reputación.

Gaspar es un individuo complejo, que proviene de la alta nobleza, pero que piensa que los privilegios de los llamados grandes de España son inmerecidos. No soporta sus declaraciones sobre las mercedes a las que creen tener derecho por imperativo divino y piensa que deberían ganarse, día a día, el lugar que ocupan en la jerarquía social (“estaba convencido de que los nobles e hidalgos de Castilla habían perdido la vocación y de que no eran más que un grupo de ociosos y decadentes (…) la nobleza no le daba más que quebraderos de cabeza”).

Él predica con el ejemplo, siendo un trabajador infatigable que merece la confianza de Felipe IV –nieto del gran Felipe II—durante más de 20 años (“mantuvo siempre los ojos bien abiertos para todo lo que fuera talento (…) las reservas de talento estaban, por desgracia, muy mal abastecidas (…) en la España de Olivares había muy pocas cabezas”).

Cronológicamente coincide con dos personajes llevados a la fama mediática por la novela de Alejandro Dumas –“Los Tres Mosqueteros”. Se trata de los primeros ministros de Francia –el cardenal Richelieu—y de Inglaterra –el duque de Buckingham. Mientras que Richelieu y Buckingham son conocidos y apreciados en el mundo entero, Olivares –a menudo más hábil que ellos en varios de sus enfrentamientos políticos—resulta un completo desconocido incluso en su propio país. A estas alturas casi no me sorprende.

Dice Elliott: “[Olivares] carecía de la saña implacable que caracterizara a su gran rival, Richelieu (…) engatusaba, deslumbraba, indignaba (…) adaptaba sus cartas al carácter de su destinatario (…) puso de relieve que no estaba dispuesto a aguantar una situación en la que la actuación conjunta de tres o cuatro banqueros genoveses supusiera un chantaje para el rey”.

Gaspar era un voraz coleccionista de libros, una persona inquieta, ambiciosa e hiperactiva. A los 28 años logró un puesto en la corte del rey.

La monarquía del rey de España abarcaba el mundo entero, de Italia a las Filipinas, y de Portugal a Ceilán. En ella, igual que en el imperio romano, nunca se ponía el sol. De hecho, a los españoles del siglo XVI les gustaba considerarse los romanos de su época. Elliott se olvida de que los habitantes de la península ibérica fueron, de hecho, ciudadanos romanos, por lo que, en realidad, los españoles del siglo de oro debieron considerar que habían recuperado su estatus.

Durante el dominio del valido del rey, Holanda fue su obsesión. Y tuvo buenas razones para que así fuese: “Madrid era cada vez más consciente de cuáles eran las fuentes de la prosperidad holandesa y de cómo ésta se basaba en el empobrecimiento de España (…) una sangría para la plata española, que luego empleaban los holandeses en consolidar su propia fuerza militar y comercial, y subvencionar a los enemigos de España (…) las provincias rebeldes de los países bajos habían logrado una independencia efectiva y se habían convertido en una agresiva potencia mercantil que chupaba su savia vital a España”.

Según Gaspar, los principales problemas que afligían a su patria eran de carácter moral y tenían que ver con el talante y las costumbres: “el fraude y la corrupción alcanzaban a todos lo estamentos (…) era la ambición, la codicia y el interés de los ministros lo que destruía el país”.

Un capítulo especialmente interesante se refiere a la unión de armas de los pueblos del imperio. Olivares trató, alrededor de 1625, de “acertar algún camino por donde pudiese conseguir que los reinos fuesen entre sí cada uno para todos, y todos para cada uno”. ¿Nos suena de algo esta declaración? Si Alejandro Dumas levantara la cabeza… Pero, un momento, ¿cuándo se escribió Los Tres Mosqueteros? Wikipedia dice que en 1844, pero seguramente se equivoca…

Esta unión de armas no era en absoluto únicamente militar. Se trataba de encontrar modos de cooperar e impedir la huida de materias primas del imperio. Esta perspectiva de unión fue adoptada en otros lugares, como, por ejemplo, Inglaterra.

En Cataluña, el País Vasco, Aragón, Valencia y Portugal, los fueros y libertades constitucionales impedían el libre ejercicio del poder real. Nada nuevo bajo el sol.

Según Elliott, en 1638, Felipe IV declaró en las cortes de Castilla que el poderío naval español era el mayor de la historia. Era cierto, y, por tanto, ¿de dónde proviene el mito de la Armada Invencible que tan cansinamente se nos ha repetido?

Es curioso que, aunque le fue sugerido en reiteradas ocasiones, Olivares no quiso saber nada de posibles atentados contra Richelieu, a pesar de que este lo merecía sobradamente: “Richelieu se había propuesto deliberadamente desafiar los legítimos derechos de la casa de Austria, ayudando y fomentando a rebeldes y herejes cuyo propósito fundamental era destruir el poderío de España”.

La declaración final de Elliott sobre la reforma ilustrada que se produjo en España en el Siglo XVIII, es una buena manera de resaltar la capacidad de visión de Olivares: “aunque este nuevo estilo de reformas se revistiera del lenguaje internacional propio de la Ilustración, gran parte de su contenido era producción autóctona. La España del antiguo régimen había desarrollado su propia tradición reformista; y al fondo de ésta, oculta en las sombras, con la reputación perdida, asomaba la inconfundible figura del conde-duque de Olivares”.