Quien está enfermo, pero se esmera por mantenerse activo, retrasa el proceso de deterioro.
Se habla de neuro-rehabilitación. La meta es preservar las capacidades mentales para conservar un apropiado nivel de autonomía funcional en la vida cotidiana.
En un estudio, publicado en la revista ‘Neurology’, se consideró a un grupo de más de cuarenta enfermos. Su media de edad era de 45 años y hacía más de una década que estaban enfermos.
Se valoró el nivel de atrofia cerebral, mediante un registro de resonancia magnética, y se aplicó un programa de enriquecimiento cognitivo basado en la lectura.
Los resultados revelaron que quienes eran más activos puntuaban mejor en tests de aprendizaje y memoria. Esto sucedía incluso cuando la atrofia objetiva de sus cerebros fuese mayor que la de quienes tenían un estilo de vida pasivo.
Las personas con mayor nivel educativo, con una más alta capacidad intelectual y que hacen regularmente ejercicio, poseen una mayor ‘reserva cognitiva’, y, por tanto, toleran mejor la atrofia cerebral.
El mensaje de esta clase de estudios es que mantenerse activo resulta crucial. Sin embargo, la pregunta relevante es ¿quién se mantiene activo? Los programas de estimulación duran lo que duran, pero, a medio plazo, es la propia persona la que debe actuar de modo autónomo.
Sería necesario controlar quién preserva los hábitos adquiridos durante el programa de enriquecimiento y quién no lo hace. Por los datos epidemiológicos disponibles, se puede sospechar que quienes son más capaces intelectualmente se beneficiarán desproporcionadamente de las consignas de los programas. Si es así (y es posible que no lo sea) los menos capaces estarán en desventaja. Y si así es, los programas deberían adaptarse a esa variabilidad para corregir la desventaja de los menos capaces.
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