Esta obra, de más de 800 páginas, fue escrita por Thomas Edward Lawrence (de Arabia) para narrar sus acciones en Oriente Próximo.
Es materialmente imposible destacar los sucesos descritos en esta prolífica e intensa narración. Pero hay detalles que pueden comentarse.
Por ejemplo, las normas de la guerra árabe. La primera afirma que las mujeres son inviolables. La segunda que deben salvarse las vidas y el honor de los niños demasiado jóvenes para luchar contra hombres. La tercera que debe respetarse toda propiedad imposible de transportar. Su espíritu rechaza el pensar, porque eso traba la velocidad de la acción. Además, subraya Lawrence que el Jerife se negaba a dar a su rebelión un sesgo religioso: los turcos eran musulmanes, los alemanes eran amigos fieles del Islam, los británicos eran cristianos y sus aliados.
Ningún hombre podía ser su caudillo si no tomaba el mismo alimento que todos, si no llevaba las mismas ropas, vivía en las mismas condiciones, y, con todo, sobresalía por sí mismo: “el árabe respetaba un poco la fuerza, pero respetaba más la astucia. Mas, por encima de todo, respetaba la brusca sinceridad de expresión”.
Confiesa Lawrence que “consideraba toda la guerra en su aspecto estructural –estrategia—en sus disposiciones –táctica—y en los sentimientos de los habitantes—psicología (…) los gobiernos veían solo a los hombres formando masas; pero nuestros hombres no constituían formaciones, sino individuos (…) el único contrato era el honor”.
Sobre la famosa toma de Akaba, después de atravesar el ‘yunque del sol’, escribe: “se había tomado de acuerdo con mi plan y por mi esfuerzo. El trabajo había pesado sobre mi cerebro y mis nervios (…) Feisal confiaba en la honradez y competencia de mis consejos”.
Dice Lawrence que los turcos no hacían prisioneros, de modo que, por piedad, ellos mismos remataban a quienes resultaban malamente heridos y no podían ser rescatados.
Lamenta, también, la trama urdida por los aliados: “desde el instante de la incursión hacia Akaba, me arrepentí amargamente de haberme sumado al movimiento, y con tal vehemencia, que corroía mis horas de inactividad, aunque no era suficiente para cortar definitivamente las amarras (…) en vez de hechos y cifras, mis libros de notas estaban repletos de estados de ánimo, de ensueños e interrogantes inducidos o extraídos de nuestras situaciones, y expresados en términos abstractos, al compás del traqueteo de los camellos en marcha”.
Es Lawrence un interesante individuo que mereció una biografía de Robert Graves, obra de la que nos ocuparemos en otra ocasión.
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