Dicen las malas lenguas (o los escépticos) que los monjes de Cluny (gabachos, por si se duda) montaron una gorda para ocultar la realidad del camino de las estrellas, más conocido como Camino de Santiago. Y, también, para apropiárselo (no en vano se denomina, a menudo, Camino Francés).
Que Santiago el apóstol no yace en Santiago hace tiempo que se sabe. Que ese camino fue transitado desde tiempos remotos también es conocido. ¿Entonces? Entonces sucede algo similar a la respuesta que encontramos cuando nos preguntamos por qué nació Cristo, precisamente, en la noche del 24 de diciembre: porque también era la onomástica de Mitra, y, yendo un poco más atrás, porque es entonces cuando, durante 3 días (¡oh, sorpresa!) el astro rey no cambia su inclinación.
Los druidas, los curetes, los centuriones y los jacobípetas peregrinaban al mismo lugar siguiendo el mismo camino, por lo que se puede deducir que buscaban algo similar. El camino tiene tres símbolos esenciales: (a) la concha, que remite a Venus, a la pata de oca, al litoral; (b) la labra del azabache, que conduce a las litofanías, a los egipcios y etruscos, al fetichismo pagano, al arte de predecir; y (c) el báculo, que apunta a las estrellas.
Los celtas (re)abrieron el camino antes que los ‘pueblos históricos’ comenzaran a transitarlo. Volvieron a la tierra de los muertos siguiendo las indicaciones de las estrellas. Convirtieron Compostela en una necrópolis muchísimo antes de nada que tuviera que ver con Santiago. En la prehistoria, los celtas comprendieron que el Finisterre escondía las claves de un antiguo saber.
Es probable que los celtas viajaran a Galicia para devolver o recuperar algo que habían recibido desde Galicia, o que sus ancestros se llevaron de allí al emprender el éxodo post-diluvial.
El arte de la cantería, suponemos, nace en el Pirineo y los primeros conocimientos viajan a Galicia a través de la ruta de las estrellas. Desde siempre, la ruta compostelana ejerció un especial atractivo sobre los gremios de la construcción. Las marcas de canteros registradas a lo largo de la ruta, son idénticas a las utilizadas por los arquitectos egipcios, caldeos y helénicos.
Esta es la versión de Sánchez-Dragó: “in illud tempos hubo cierto pueblo dueño de cogniciones científicas que le permitían alterar el curso de la naturaleza. Cegadas por la soberbia, aquellas gentes forzaron poco a poco el ecosistema hasta sobrepasar un punto crítico a partir del que la retirada era imposible. Algunos, de corazón limpio y espíritu despierto, construyeron sólidas embarcaciones, las llenaron de plantas y animales, y zarparon hacia litorales ignotos. Fue luego la catástrofe.
Los náufragos arribaron a playas novedosas y allí, en cifra y en piedra, dejaron las instrucciones necesarias para que los hombres cabales colaborasen con la naturaleza. Se trataba de iniciar a maestros artesanos capaces. Aquellos héroes desembarcaron en Galicia, grabaron su mensaje, se granjearon el religioso temor de los indígenas y fueron enterrados en dólmenes o castros que miraban al mar.
Por todos los rincones de la península y del mediterráneo corrió la fama de que en aquel litoral sagrado descansaba la Ciencia, la Tradición y el Conocimiento. Entonces empezaron los periplos, los éxodos, las navegaciones. Vino el Habidis de los andaluces, el Lug de los aborígenes, el Osiris de los egipcios, el Herakles de los griegos, el Melkart de los fenicios, el Gwydion de los celtas, el Hiram de los judíos, el Cristo de los gnósticos, el Prisciliano de los gallegos, y, por último, el Santiago Matamoros de las tropas leonesas y castellanas.
Es una danza milenaria cuyo paso más reciente se intitula católico, apostólico y romano”.
Actualmente recorremos el camino de las estrellas, pero lo hacemos impulsados por una llamada ancestral que apenas sabemos explicar. Recuerden lo que el pueblo dice: sabemos que es de día o que una mujer nos gusta, mientras el científico intenta averiguarlo.
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