Acabo de deglutir la ultima novela de Dan Brown. Los críticos literarios arremeten contra su obra, tildándola de todo menos de bonita. En esta ocasión no han hecho una excepción.
Con ‘El Símbolo Perdido’ me ha pasado lo mismo que al leer ‘El Código da Vinci’ o ‘Ángeles y Demonios’. En esta ultima entrega de las correrías del experto en simbología, Robert Langdon, el autor revisita el trillado tema de la masonería para construir una historia que resulta entretenida, pero a la que le sobran 300 de las 600 páginas. Brown padece el síndrome del autor que se ha documentado tanto que o lo cuenta todo o revienta. Y para eso, cualquier excusa es valida.
Vuelve a aparecer un personaje malo, pero malo de verdad, auténticamente obsesionado con hacerle la vida imposible a los buenos. Las conspiraciones están por todas partes, resulta sospechoso hasta el propio Dan, se prometen grandes descubrimientos, con catastróficas repercusiones para la humanidad, cada pocas paginas. Todo vale con tal de que tengamos orgasmos múltiples (mentales) a medida que avanzamos en la lectura antes de llegar a la traca final (que no para de prometerse brutal).
Sin embargo, como suele pasarle a Brown, el final es decepcionante. Y mucho. Por un lado, el símbolo nunca estuvo perdido y, por otro lado, no lleva absolutamente a ninguna conclusión relevante, ni para la historia de la novela, ni para el lector. La frustración es total. Ninguna novedad conociendo las artes del autor.
En cualquier caso, se debe reconocer que Dan Brown tiene oficio. A la gente le gusta y me parece estupendo. Se lo pasa bien cuando lee ‘El Símbolo Perdido’ y eso ya es bastante. Los viajes en el tren de cercanías se hacen más llevaderos si nos imaginamos correteando por el Mall de Washington D. C. acosados por una mente perturbada y sorteando los escollos más abruptos.
Eso si, para quien sabe algo sólido sobre la masonería los fuegos de artificio del autor resultan pesados (y sorprendentemente bisoños). Demasiados símbolos, excesivos ritos e innecesarios capotes a una organización internacional que resulta abiertamente discutible. Brown presenta a los masones como los portadores de valores eternos y, esto es lo mejor, absolutamente coherentes con las religiones, sean del signo que sean.
Sin embargo, a principios del siglo XX se publico una obra en Francia (cuyo nombre no desvelare aquí, por supuesto) en la que se relata y demuestra, sin sombra de duda, el verdadero origen y finalidad de la masonería. Una obra fascinante cuyo contenido será revelado a no mucho tardar y que obligara a Dan a revisar sus consideraciones al respecto…
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