El Centro Nacional de Epidemiología acaba de publicar un informe en el que se concluye que las radiaciones de los reactores nucleares del país no poseen efectos sobre la salud de los ciudadanos.
Ninguna novedad.
Estos mismos resultados ya se encontraron hace una década: no hay mayor riesgo de mortalidad por cáncer en las zonas próximas a las centrales, que en las zonas lejanas de las centrales que se toman como referencia para poder hacer la evaluación.
Miembros de Greenpeace o de Ecologistas en Acción aceptan las conclusiones del informe, pero piden que se incluya el matiz de que el factor de radiación considerado es un promedio para toda la gente que vive alrededor de la central. Sin embargo, sería realmente interesante contemplar el valor de radicación que recibe cada ciudadano. Es decir, debería personalizarse la radiación. Una segunda crítica, dicen que constructiva, es que la población que vive alrededor de una central nuclear, suelen estar compuesta por quienes trabajan en ella. En el proceso de selección de trabajadores para una central se exige un nivel de salud excelente, lo que convierte a esa población en una élite.
Greenpeace no es lo que era. Una pena. Antes era un grupo de ciudadanos genuinamente preocupados por el medio ambiente. Ahora buscan entrar en el círculo de confianza de la política y vivir de los demás viajando por el mundo con los gastos pagados.
Para satisfacer esa necesidad primaria, algunos de los miembros capitales de la asociación (seguro que no sus bases) se ven ‘obligados’ a saltarse párrafos del informe que se está comentando. Extractos en los que expresamente se confiesa que “las radiaciones artificiales de los reactores nucleares son muchísimo menores que la radiación natural que proviene de las partículas cósmicas que llegan a la Tierra”.
Usemos el sentido común. Es nuestra única salvación ante las patrañas.
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