jueves, 21 de mayo de 2009

Repuesta a la Pregunta 22

¿De dónde viene la envidia?

Del mismo lugar del que provienen los demás ‘pecados capitales’ –lujuria, gula, avaricia, pereza, ira y soberbia—es decir, del interior del ser humano.

Todos nosotros albergamos deseos. Muchos. Seguramente demasiados. Cuando los demás pueden satisfacerlos y nosotros no, las sensaciones son escasamente reconfortantes.

Si mi vecino se compra un BMW, es posible que empiece a sentir una leve punzada en la boca del estómago. De repente me parecerá una persona menos simpática que días atrás y, como por arte de magia, se me despertarán las ganas de cambiar de coche. De hecho, no desearé cualquier coche, sino, precisamente, un BMW –y, si puede ser, un modelo más deseable que el suyo.

Pero no solamente se tiene envidia de los objetos materiales. Se puede envidiar, y de hecho se envidia, la compañía y amistad de determinadas personas, así como las virtudes más sobresalientes de la gente que nos rodea –su inteligencia, su carisma o su éxito en la búsqueda de una pareja, por poner algunos ejemplos.

La envidia es muy mala compañera de viaje. De hecho es una de las tendencias que más daño ha hecho –y sigue haciendo—al género humano. Por envidia se ha humillado, maltratado, murmurado y matado.

En cierto modo es engañoso hablar de envidia, igual que lo es hablar de los demás pecados capitales, en abstracto. La realidad nos dice, si queremos mirarla de frente, que lo que hay es personas más y menos envidiosas. Cuidado, esto no significa que haya personas envidiosas y personas que no lo son. Todos podemos ser caracterizados por un cierto grado de envidia. Lo que sucede es que una gran parte de nosotros convivimos de modo más o menos razonable con aquello que envidiamos de los demás. Procuramos gestionar inteligentemente esas sensaciones, precisamente porque nos damos cuenta de lo destructivas que son. Procuramos no significa que siempre tengamos éxito.

Sin embargo, hay personas que, simple y llanamente, no pueden superar esa sensación y persiguen, a cualquier precio, sea como sea, aquello que creen podrá atenuar su malestar. Mentirán, manipularán –si su capacidad se lo permite—provocarán o crearán conflictos para alcanzar la meta que se han marcado.

Desgraciadamente, aunque sepan que su deseo no tiene fin, actuarán como si no lo supieran. Una vez logrado el objetivo, buscarán y encontrarán otro objeto de deseo. Y comenzará de nuevo la perversa cadena. Cadena en sentido estricto: eslabón tras eslabón, esa clase de personas será presa de sus propias tendencias. Nunca estarán satisfechas. Nunca.

El origen de esa envidia está, como dije antes, en el interior. Y la prueba es que, realmente, la persona envidiosa está habilitada para perseguir las más variadas metas. No envidia objetos o personas. Su envidia es general. Le caracteriza una adicción a las sensaciones de envidia, en igual medida que el jugador va de casino en casino haciéndose sufrir a sí mismo y a sus allegados.

El jugador sabe que perderá. Pero, de vez en cuando, gana. Eso es suficiente para que deje a un lado su razón y sea presa de su pasión. El envidioso es adicto a las reconfortantes sensaciones que le invaden cuando logra el objeto de su deseo. Pero no duran demasiado. De ahí que deba plantearse entrar en un nuevo ciclo, que busque añadir otro eslabón en una cadena que nunca termina de ser suficientemente larga para él (o ella).

En igual medida que el jugador o el alcohólico, el envidioso es un adicto. Pero, en este caso, un adicto a conseguir lo que los demás poseen o lo que los demás son. No puede darse cuenta de que cada cual es cada cual, con sus virtudes y sus defectos. Que disfrutar de la vida debe hacerse valorando lo que se es y sacando partido a lo que se tiene.

Mejorar lo que se es e incrementar las posesiones puede ayudarnos a vivir mejor. Pero, en última instancia, vivir mejor supone disfrutar de las pequeñas cosas que hacen que el paso por este mundo, lejos de ser un valle de lágrimas, sea una experiencia plena. Hopkins se lo confesó a Pitt en ‘¿Conoces a Joe Black?’: “es difícil dejar esto”. Y por ‘esto’ se refería al cariño de sus seres queridos. Nada ni nadie puede comprar eso mediante ninguna moneda conocida, ni real ni virtual.

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