¿Por qué necesitamos sentirnos reconocidos?
Porque nos consideramos, y somos, ‘individuos’ únicos.
En alguna respuesta previa nos hemos servido de este carácter singular de los individuos de la especie humana –y, en realidad, de cualquier especie animal—por lo que ahora no debe sorprender esta contundente respuesta.
En el medio social, de mayor o menor tamaño, en el que vivimos, resulta absolutamente crucial que los demás sepan quiénes somos, que nos reconozcan. Nos esforzamos por destacar nuestras virtudes y hacemos lo posible por ocultar los defectos. En cualquier grupo humano se establece una jerarquía, en la que unos están por encima de otros. Es cruel, quizá, pero la cosa funciona así. Situarse más arriba suele rendir beneficios. Estar en la parte baja conlleva desventajas.
Existen tres mecanismos muy básicos que ayudan a comprender la respuesta a esta pregunta. Quienes los ha puesto encima de la mesa, para que los demás podamos deleitarnos con el guiso, ha sido Judith Harris, una interesante psicóloga de razonamiento directo y pluma afilada.
El individuo vive en sociedad. Cada uno de nosotros nos esforzamos por encontrar un hueco, deseable, en la red social. Un lugar que sea ideal para las particulares características de cada cual. Ello exige saber (a) con quién relacionarse, (b) a qué grupo afiliarse y (c) cómo ‘engañar’ a los demás para que destaquen nuestras virtudes e ignoren nuestros defectos.
Puesto que cada uno de nosotros es único, algunos tienen más éxito que otros al (a) conocer a cada una de las personas que pueden influir en sus vidas, (b) calcular cuáles son los grupos que más les convienen y (c) destacar sus virtudes y ocultar sus defectos para mejorar su posición social.
Los humanos estamos naturalmente dotados para almacenar una ingente cantidad de información sobre los demás. ‘Sobre los demás’ significa sobre cada una de las personas con las que nos relacionamos, directa o indirectamente. ‘Indirectamente’ implica que mi cerebro difícilmente puede evitar recordar la vida de Risto Mejide si, distraídamente, me quedé un rato delante del televisor mientras un periodista –cuyo nombre también recuerdo, maldita sea—le hacía una entrevista sobre su vida. Abrimos un archivo en nuestro cerebro para cada persona. Repito, ‘para cada persona’.
También tenemos una inclinación natural a considerarnos parte de, e identificarnos con, un determinado grupo. De pequeños podemos ser parte del grupo de los gamberros de la clase. De mayores, de un club de ayuda humanitaria a niños de Guatemala. Podemos ser pro o anti Obama. Es igual. Lo importante es ser parte de algún grupo. Eso nos da identidad, nuestros iguales, los colegas, nos reconocen como parte de ellos.
Finalmente, y aquí reside la clave de la respuesta a esta pregunta, una vez somos asimilados por un determinado grupo humano, nos damos cuenta de que no todos los miembros de ese grupo juegan el mismo papel. Existe una distribución con una reglas que pueden no ser totalmente explícitas, pero que son, desde luego, muy reales. En el grupo de los gamberros, yo puedo ser el líder o un admirador del líder. En el primer caso tendré más éxito con las chicas que en el segundo. En el primer caso seré feliz. En el segundo, no tanto. En el club de ayuda humanitaria, puedo ser el que trabaja sobre el terreno o en la oficina. Esos papeles no tendrán la misma repercusión en lo que los demás pensarán sobre mi. Si soy pro Obama y resido en California, magnífico. Pero si vivo en Texas, puedo tener encuentros, indeseables para mi integridad, con descendientes de Búfalo Bill.
En cualquier grupo humano existe una división de papeles. Algunos son mejores que otros, algunos me hacen la vida más fácil, otros más complicada. Cuando decimos que necesitamos sentirnos reconocidos, lo hacemos en un sentido literal. Queremos que nuestra posición, dentro de la estructura social que caracteriza a un grupo de personas, sea la mejor posible.
El problema es que la posición que logremos se encontrará marcada, en gran medida, por nuestra propia naturaleza como individuos únicos. Tenderemos a unirnos a los gamberros porque el tipo de cosas que hace ese grupo resulta coherente con lo que, en general, pensamos o sentimos, quizá de modo no consciente, que debe hacerse en el colegio. Pero resulta que no soy lo suficientemente agresivo, así que me toca el papel de admirar al jefe de la pandilla. La ONG de ayuda humanitaria a niños de Guatemala nos seduce con sus consignas porque poseemos, en general, una tendencia natural a ayudar a los desamparados. Pero, vaya, me desmayo cuando veo sufrir a los demás, así que me veo abocado a la central en Madrid. Soy pro Obama porque me disgustan, hasta la nausea, los sistemas políticos que destilan un tufillo fascista inquietante. Pero la mayor empresa de computación, ocupación en la que soy particularmente bueno, me ofreció un contrato, que no pude rechazar, en Dallas.
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