En la introducción declara: “cuando la gente que no me conoce bien, negro o blanco, descubre mis antecedentes puedo ver los ajustes que tienen que hacer en una fracción de segundo, y cómo buscan en mis ojos algún indicio revelador. Ya no saben quién soy. En privado, supongo, hacen cábalas sobre mi turbación interior (la mezcla de sangre, el corazón dividido, la tragedia del mulato atrapado entre dos mundos). Aprender a aceptar esa realidad concreta –que puedo abrazar a mis hermanos y hermanas de raza, tanto en este país como en África, y reafirmar nuestro destino común sin tener que hablar a favor, o en nombre, de nuestras diversas luchas—es, en parte, de lo que trata este libro”.
La obra se divide en tres partes: Orígenes, Chicago y Kenia. La primera parte trata de la relación entre sus padres (keniata el padre y estadounidense la madre), su noviazgo, su vida en Hawai (un experimento de armonía racial), el abandono del padre, su estancia en Indonesia cuando su madre decide casarse con un habitante de aquellas latitudes (“tardé unos seis meses en aprender indonesio, sus costumbres y sus leyendas”) o su relación con sus abuelos maternos. Está sección está salpicada de sus pensamientos y reflexiones a medida que va creciendo e interactuando con el mundo que le rodea.
Su padre indonesio (Lolo) le dijo en una ocasión: “si no puedes ser fuerte, sé inteligente y firma la paz con el fuerte. Pero siempre es mejor que seas fuerte. Siempre”. Lolo también le enseñó a despreciar la mezcla de ignorancia y arrogancia típica de los americanos residentes en el extranjero. Destaca una confesión de su madre sobre su padre biológico: “me tienes que estar agradecido por tus cejas, pero tu inteligencia y tu carácter los has sacado de él”.
De su etapa en Nueva York, Obama confiesa: “con el boom de Wall Street, Manhattan era un hervidero, nuevas promociones surgían por doquier, mujeres y hombres, que apenas habían cumplido los veinte, disfrutaban de una riqueza ridícula, y los mercaderes de la moda iban tras ellos pisándoles los talones. La belleza, la porquería, el ruido y el exceso deslumbraba mis sentidos; la extravagancia en la forma de vivir parecía no tener límites, tampoco la comercialización del deseo: un restaurante más caro, un mejor traje, un local nocturno más exclusivo, una mujer más bonita, un colocón más potente”.
Sobre Chicago cuenta su experiencia como organizador comunitario. Viaja a esa ciudad para escapar de un futuro marcado por la estabilidad neoyorkina. De una de las personas con la que trabajó en Chicago (Marty) destaca su pensamiento de que si se pudiera quitar de en medio a políticos, periodistas y burócratas, y se le diera a todo el mundo un sitio en la mesa, entonces la gente corriente podría encontrar un interés común: “Tanto Marty como Smalls sabían que en la política, como en la religión, el poder descansa en la certeza, y la certeza de un hombre siempre amenaza la del otro. Me di cuenta de que yo era un hereje. O algo peor, ya que hasta un hereje debe de creer en algo, aunque no sea más que en la verdad de su propia duda”.
Algunas de las personas de la comunidad con las que tuvo contacto en Chicago le espetaron declaraciones como la siguiente: “es una batalla perdida a menos que hagas lo que esos coreanos: poner a trabajar a la familia durante 16 horas al día, siete días a la semana. Nosotros, como raza, no estamos dispuestos a volver a hacerlo. Hemos trabajado durante tanto tiempo para nada que ahora pensamos que no tenemos por qué rompernos la espalda sólo para sobrevivir”. En defensa íntima ante esta clase de visiones, Obama confiesa: “aprendí a no dar mayor importancia a la tan aireada autoestima de los negros como cura de todos nuestros males, ya se tratara del consumo de drogas, de los embarazos de las adolescentes o los delitos entre los propios negros. Cuando llegué a Chicago, la palabra autoestima parecía estar en boca de todos: activistas, presentadores de los debates televisivos, educadores y sociólogos. Era un cajón de sastre que servía para describir nuestro dolor, una forma aséptica de hablar de las cosas que habíamos mantenido ocultas. Pero cada vez que trataba de precisar el concepto de autoestima, las cualidades específicas que esperábamos inculcar, los medios concretos que nos permitirían sentirnos bien con nosotros mismos, la conversación parecía seguir siempre un derrotero de retroceso infinito. ¿No te gustas por tu color o porque no sabes leer y no encuentras trabajo? ¿O tal vez porque no te quisieran cuando eras niño? ¿O quizá no te querían porque eras demasiado negro? ¿O demasiado claro? ¿O porque tu madre se inyectaba heroína en las venas, y, en cualquier caso, por qué lo hacía? Mejor sería concentrarse en lo que todos estábamos de acuerdo: dar a ese joven negro una formación adecuada y un trabajo. Enseñar a ese otro niño negro a leer y aritmética en una escuela segura y bien dotada de fondos. Una vez atendidas las necesidades básicas, cada uno podría descubrir su auténtica valía. Progresar estaba a nuestro alcance, siempre que no nos traicionáramos a nosotros mismos”.
En la tercera y última parte, Obama relata su larga estancia en Kenia, el país de origen de su padre, incluyendo su paso por Europa –España incluida. “Nadie en Kenia me preguntaría cómo se deletrea mi nombre, ni lo pronunciaría mal en una lengua extraña. Mi nombre era parte del país, y por tanto también lo era yo, estaba inserto en una red de relaciones, alianzas y envidias, que todavía no comprendía”.
A medida que conocía su red, llegaba a conclusiones como las siguientes: “era como una copia de los apartamentos de Altgeld (en Chicago) pensé. La misma cadena de madres, hijos y niños. El mismo rumor mezcla de cotilleos y televisión. El eterno círculo: cocinar, limpiar, remediar grandes y pequeñas tragedias. La misma ausencia de hombres”.
Una persona a la que conoció (Francis) al que Obama le hizo saber que había muchas similitudes ente Kenia y Estados Unidos en cuanto al pago y la gestión de los impuestos, le respondió: “un país rico como Norteamérica quizá pueda permitirse ser estúpido”.
El libro termina con una larga descripción de la familia por parte de uno de sus miembros, Dentro de ese largo relato, Barack destaca el siguiente rasgo del carácter de su padre: “no había ningún tipo de ostentación en sus alardes, siempre fue bien intencionado con sus compañeros y les ayudaba cuando se lo pedían. Sus fanfarronadas eran las de cualquier chiquillo que descubre su habilidad para cazar o correr. Así que no entendía que otros pudieran estar resentidos por su facilidad para aprender”.
En el breve epílogo subraya una frase de una vieja amiga keniata de su padre (Rukia): “normalmente la verdad es el mejor antídoto”. Y en cuanto a su manera de ver las cosas, transcurridos seis años de su viaje a Kenia, confiesa Obama: “rara vez escucho a la gente preguntarse qué es lo que hemos hecho para que nuestros jóvenes sean tan insensibles, o qué podemos hacer como comunidad para orientar su brújula moral, cuáles son los principios por los que nos debemos regir. En lugar de eso veo que hacemos lo que siempre hemos hecho: fingir de algún modo que esos niños no son nuestros”.
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