En 2008 se ha publicado un editorial en la revista “Medical Hypotheses” revisando el escándalo suscitado, hace algunos meses, por las declaraciones de James Watson, el co-descubridor de la estructura del ADN, sobre las dificultades que puede encontrar el continente africano para seguir el tren de los países desarrollados. Watson dijo que la menor capacidad intelectual (CI) promedio de los habitantes de ese continente, podía ser un factor relevante en este contexto. Los medios de comunicación dedujeron que el Dr. Watson pensaba que los africanos eran genéticamente inferiores a los europeos, destapando así la caja de los truenos.
En ese editorial se repasan algunas de las secuelas del escándalo: suspensión de su puesto en el Cold Spring Harbor Laboratory de Nueva York, cancelación de su conferencia en el Museo de la Ciencia de Londres o condena de la Federación de Científicos Americanos.
Según el autor del editorial, Jason Malloy, la declaración de Watson es consistente con los datos de los que dispone la ciencia en la actualidad. Los medios de comunicación publicaron que las declaraciones del premio Nobel se basaban en la premisa de que el CI se puede medir, pero, según los redactores de esos medios, “algo tan poco definido como la inteligencia no se puede medir”.
Sin embargo, (1) el estudio científico de la inteligencia es sólido teórica y metodológicamente, como lo son sus premisas y sus datos, (2) un test de inteligencia no puede descubrir por sí mismo las razones de las diferencias de puntuación que separan a las personas, ni tampoco se diseñó para eso, (3) los tests de inteligencia predicen con igual eficacia el rendimiento escolar o laboral de europeos y africanos, y, por tanto, la información que aportan esos tests es socialmente relevante para ambas poblaciones, y (4) el CI es una causa del desarrollo y la prosperidad económica de los países.
El Dr. Watson expresó su preocupación sobre las consecuencias que pudieran tener las bajas puntuaciones de CI en el continente africano, y, según Malloy, “estaba perfectamente justificado que llamara la atención del público sobre esta cuestión (…) necesitamos comenzar a prestar atención a esos datos, en lugar de limitarnos a disparar al mensajero”.
En este sentido, denuncia el autor del editorial la tendencia a que científicos de prestigio, como Watson, sean castigados por sus colegas por hacer declaraciones que son lógicas y están avaladas por los datos disponibles, mientras se recompensa a científicos que manifiestan creencias no basadas en datos y usan argumentos ilógicos. Malloy pone algunos ejemplos bastante ilustrativos.
El editorial se cierra con estas palabras: “¿Cuál puede llegar a ser el efecto de esta continua violencia intelectual sobre los científicos que pretenden estudiar, en un ambiente de libertad, genética de poblaciones, psicología trans-cultural, sociología, o cualquier otra disciplina que pueda revelar hechos que potencialmente puedan causar su destrucción, personal o profesional, por parte de una comunidad intelectual que se parece a la iglesia medieval? Quienes castigan, quienes mienten, quienes callan, quienes condenan, quienes intimidan….practican una ciencia corrupta. Han dañado la apertura intelectual, la libertad y la justicia de nuestra sociedad y de nuestras instituciones, con un coste para nuestro bienestar que es difícil de calcular”.
Ese ambiente de corrupción intelectual, que Malloy subraya, llega a límites difíciles de asimilar.
Recientemente, una treintena de científicos fuimos invitados a un simposium que llevaba el sugerente título de “How Can We Improve Our Brains?”
¿Dónde se celebró ese encuentro? En el Cold Spring Habor Laboratory, centro de investigación que, según los medios de comunicación, como se dijo antes, había despedido a Watson a consecuencia de sus polémicas declaraciones. Ese simposium era uno de los tres que se habían previsto en homenaje al premio Nobel con ocasión de su ochenta cumpleaños.
En pocas palabras, los ciudadanos nos estamos acostumbrando a decir públicamente lo que los mass media consideran correcto para, a renglón seguido, actuar como estimamos más oportuno.
¿No es realmente triste darse cuenta de que quienes, supuestamente, están ahí para informarnos, hayan llegado a investirse con el poder de dictar qué se puede y no se puede decir? ¿No es inverosímil que incluso algunos científicos les sigan el juego? Si seguimos permitiendo esta situación, y no les ponemos en su sitio, no tardará en llegar el momento en que también querrán controlar qué se puede y qué no se puede pensar. ¿No les recuerda eso a algo? ¿No tienen una sensación de déjà vu?
A pesar de que tras la Ilustración se empezaron a abrir "las mentes" de la humanidad, cada época posterior ha mantenido con mayor o menor fuerza una serie de mitos que no sólo se resiste a superar, sino que se castiga y desprecia vehementemente a quienes los ponen en duda aún basándose en la argumentación racional y los resultados acumulados científicamente. Cuando pienso en esto siempre me acuerdo de Descartes, el filósofo "racionalista" por excelencia. Una lectura de su "Discurso del método" hace difícil creer que este pensador fuera un "creyente", por ejemplo. Pero, si Descartes era, digamos, un ateo convencido, ¿lo habría reconocido?, ¿qué le habría supuesto afirmar tal idea en su época y contexto? Incluso Einstein, en su ensayo sobre "Ciencia y religión" deja entrever su agnosticismo-ateísmo, pero sin afirmarlo o argumentarlo con la rotundidad de, por ejemplo, Bertrand Russell en su ensayo sobre "La tetera". La idea de la "no existencia de Dios", al igual que la idea de la "no igualdad" entre los seres humanos, han sido y son temidas por la sociedad, especialmente por el sector más religioso y fundamentalista de la sociedad. Desde luego, impedir o castigar el mismo acto de pensar sobre ellas, es un atentado contra la libertad de pensamiento, lo cual, por ende, dificulta el avance del conocimiento. Sólo la libertad de pensamiento y la investigación científica nos permitirán conocernos mejor para, luego, ayudarnos entre todos para mejorar y avanzar hacia la felicidad y el bienestar individual y social.
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