Hace unos días viajé a Bruselas y
decidí hacerle un homenaje a esta interesantísima figura de la historia de
España –obligada por su esposo a parir en esa ciudad para obtener una
remuneración económica de las autoridades locales (ay, poderoso caballero es
don dinero).
Juana (1479-1555) fue el tercer
vástago de Fernando de Aragón e Isabel I de Castilla. Es considerada como la
princesa más cultivada del Renacimiento. Se expresaba en latín con mayor soltura
que los propios clérigos. Pero también destacó por su belleza (muy superior a la
de su esposo) y por su salud de hierro.
En su viaje a Flandes para unirse a
la casa de Habsburgo, la expedición de Juana por mar tuvo que detenerse en
Inglaterra por el mal tiempo. Los encantos de la española llegaron a oídos de
Enrique VII, quien decidió escapar de su corte para ver con sus propios ojos
–pero de incógnito—a la bella princesa española: “si su hermana Catalina en algo se le parece,
no creo que hagamos mal negocio haciéndola nuestra reina, pues si el cuerpo es
el estuche del alma, no es de suponer que estuche tan precioso contenga un
mísero interior”. De hecho, este Enrique quiso casarse con Juana
cuando la que se convirtió en reina de Castilla enviudó.
En contra de lo que pudimos ver en la
serie de RTVE, la recepción de Juana en la corte de Flandes fue cálida, y, de
hecho, Felipe deseaba contraer matrimonio con tanto entusiasmo que no pudo
esperar a los actos oficiales. Se casaron en la intimidad nada más conocerse en
el monasterio de Lierre (en la noche del 12 de Octubre de 1496).
Los dos primeros años de su
matrimonio fueron dichosos y los esposos viajaron por toda la región, aunque
solían residir en Gante y Bruselas. Tampoco es veraz el cuadro que pinta a Felipe
como un malvado y un mal marido. En absoluto fue peor monarca, como cónyuge, que
lo habitual en la época y fue, además, un buen padre para sus hijos.
Pero cuando inauguró su papel de madre,
Juana comprobó que, como era costumbre, su esposo se alejaba de ella para
acercarse a las concubinas de la corte. Ahí comenzaron los episodios que
alimentaron la leyenda sobre su locura.
Felipe y Juana tuvieron seis retoños.
Todos llegaron a ser reyes. Leonor de Portugal y Francia, Carlos fue el famoso emperador,
Fernando se convirtió en emperador de Alemania cuando abdicó su hermano mayor,
Isabel fue reina de Dinamarca, María de Bohemia y Hungría, y Catalina de
Portugal.
La época verdaderamente desgraciada
de Juana comienza cuando viaja a Castilla con su esposo para convertirse en
heredera de la corona. El fallecimiento de sus dos hermanos mayores la situó en
la primera línea sucesoria.
Tuvo que pasar 18 meses en España,
separada de su marido, antes de regresar a Flandes. Es en ese periodo en el que
se produce el famoso episodio del castillo de la Mota, la noche del 10 de
noviembre de 1503, con su madre (quien falleció un año después aquejada del mal
de hidropesía).
En su testamento, Isabel nombraba a
Juana heredera al trono de Castilla. Fernando acató la voluntad de su mujer,
pero quiso gobernar en calidad de regente amparándose en la insania mental de
su hija. Pero los nobles de Castilla no estaban por la labor de admitir que
Juana estuviese enferma. Y los reyes de Francia e Inglaterra, así como el sumo
pontífice, tampoco tenían claro que les conviniese aceptar la locura de la
reina de Castilla.
El caso es que el 12 de Julio de
1506, Juana fue jurada como reina en las Cortes de Castilla. Su marido, Felipe,
falleció poco después en un castillo de Burgos víctima de una epidemia que
asolaba Europa –por cierto, algo tiene Granada porque Felipe quiso ser
enterrado en esa ciudad del sur de Iberia.
Tanto el cardenal Cisneros como su
padre, Fernando, urdieron una trama para que Juana diese con sus huesos en el
castillo de Tordesillas, donde permaneció recluida desde sus 29 años de edad
(falleció con 75).
Durante los 46 años que vivió en esa
ciudad vallisoletana, nunca perdió el título de reina de Castilla. El consejo
de los grandes de España (presidido por el duque de Alba) siempre lo quiso así,
de modo que quien quisiera gobernar en Castilla debía hacerlo en su nombre.
Fue el caso de su hijo, Carlos V
quien, por cierto, a) desconocía por completo el idioma español cuando vino por
primera vez a la península, a causa de que su madre nunca consideró necesario
que se tomase la molestia de aprenderlo y b) suscribió la postura de su abuelo
y de Cisneros para que su madre permaneciese recluida en el castillo.
Pero iberia enamora. Carlos terminó
siendo más español que alemán. Quiso que su heredero naciese en Valladolid, no
en Flandes, y decidió pasar los últimos tiempos de su vida en este planeta en
un monasterio de Castilla.
Juana es un personaje, en un sentido
literal. Inteligente, culta y bella. Quizá demasiado lista y cultivada para su
época. Su figura no encajaba de los cánones establecidos y quizá por eso los
líderes de marras se afanaron por considerarla una desviada, una loca. Pero la
locura es algo peculiar, con demasiados matices, excesivamente policroma. Y su
diagnóstico, también.
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