viernes, 11 de marzo de 2016

En un mundo incapaz de callarse

Susan Cain publicó en 2012 un delicioso libro dirigido a reivindicar el valor de los individuos tranquilos, silenciosos y callados –es decir, introvertidos—en la sociedad del siglo XXI (Quiet. The Power of Introverts in a World That Can’t Stop Talking). Se divide en cuatro partes (el ideal extravertido, ser y biología, ¿tienen todas las culturas un ideal extravertido?, cómo amar y cómo trabajar) e incluye una breve conclusión a la que titula ‘el país de las maravillas’.

Su principal tarea, perseguida con ahínco durante siete años –tiempo que tardó en quedar satisfecha con la obra—es subrayar un hecho descubierto hace décadas en Psicología diferencial: en cuanto a los rasgos de personalidad, carece de sentido intentar encontrar un polo positivo y negativo. En absoluto es mejor ser extravertido que introvertido (o al revés), por ejemplo. Depende: “la selección natural ha conservado cierta diversidad de personalidades”. Será por algo.

La autora hace un excelente trabajo porque, además de describir casos particulares de famosos introvertidos –como Rosa Parks, Gandhi o Wozniak—también revisa un elevado número de investigaciones para apoyar sus conclusiones. Pone patas arriba el supuesto de que la persona ideal debe ser dominante y escandalosamente sociable:

valoramos la individualidad y, sin embargo, admiramos una clase concreta de individuo: la del que parece dispuesto a comerse el mundo”.

Sin embargo, los individuos…

tienen derecho a no renunciar a su propia personalidad
(…) las apariencias no son la realidad
(…) el secreto de la vida consiste en colocarse bajo la iluminación correcta”.

En un alarde de lucidez, esta norteamericana de origen judío decide distinguir ‘carácter’ de ‘personalidad’. En la cultura del carácter, señala, el ideal era un individuo serio, disciplinado y respetable. Con la llegada de la ‘personalidad’, los individuos se interesaron por cómo los percibían los demás. Todo cambió, de dentro hacia afuera.

Cain arremete contra la patológica tendencia a tener que hacerlo todo en grupo, tanto en la escuela como en el trabajo. Es una malísima idea con pésimos resultados. Eso de que “ninguno de nosotros es tan inteligente como todos nosotros” (Warren Bennis) es una soberana estupidez. Los empleados más eficientes actúan en compañías que permiten un espacio personal e intimidad (“el simple acto de sufrir una interrupción constituye una de las mayores barreras a la productividad”). La productividad se resiente con el aumento del tamaño de los grupos. Las decisiones inteligentes también:

fueron los extravertidos resueltos quienes provocaron la crisis financiera que aqueja al planeta
(…) nuestra cultura tiende a endiosar al 1%, fascinada por su fulgor pasajero, cuando el poder real subyace en el otro 99%”.

Al preguntarse si nacemos con un determinado temperamento, Cain recurre a las investigaciones de Jerome Kagan para encontrar respuestas:

la voluntad puede llevarnos lejos, pero no mucho más allá de nuestros límites genéticos
(…) somos flexibles y podemos estirarnos, aunque solo en cierta medida”.

La autora suscribe la idea de que es preferible mantenerse fiel a la propia personalidad, antes que someterse a las normas predominantes en un determinado momento (volátil). Aprendamos a huir de los rebaños y a apreciar nuestro propio instinto.

Se atreve incluso con las diferencias poblacionales/continentales: Asia es introvertida, mientras que Europa y Norteamérica son extravertidas.

A pesar de que revisa el caso de los estudiantes asiáticos en los Estados Unidos, considera que son los valores culturales los que explican esas diferencias de personalidad:

la meritocracia termina el día en que se gradúan
(…) a partir de entonces los asiáticos quedan rezagados por carecer del estilo cultural adecuado para tener éxito: son demasiado pasivos”.

En cuanto a la pregunta de si la gente puede modificar su personalidad a conciencia, Cain parece suscribir la tesis de que no, pero sí se puede disimular.

Ahora bien, ¿puede disimular cualquiera?

Las investigaciones de Richard Lippa señalan una variable crucial. Quienes destacan al simular ser extravertidos –por ejemplo—poseen una mayor capacidad de ‘auto-supervisión’, y, por tanto, modifican su conducta según las exigencias del guión.

Pero ¿qué diantre es eso de la auto-supervisión?

El psicólogo diferencial de origen catalán, Josep Mª Lluis Font, ofreció una respuesta clarísima en su teoría de la red de sistemas (que, naturalmente, Cain desconoce porque este profesor no es ni Robert McCrae, ni norteamericano): el sistema auto-regulador, que coincide con el rasgo ‘responsabilidad’, que coordina la extraversión, el neuroticismo y la hostilidad, y que, a su vez, recibe una valiosa y necesaria información del intelecto. En última instancia, son los más inteligentes los que pueden controlar con mayor eficiencia su personalidad. Ni más, ni menos.

Al igual que sucede con las plantas diáfanas en los trabajos –una práctica que Cain considera auténticamente aterradora—los colegios parecen inclinarse hacia el ideal extravertido. Las mesas de las aulas se mueven para que los chavales se miren las caras constantemente e interactúen sin descanso.

Sin embargo, se puede aprender de distintos modos y el trabajo en grupo no es una estrategia particularmente indicada, ni en general, ni al considerar que los estudiantes son distintos y, por tanto, requieren diferentes estrategias:

los introvertidos son, sin más, alumnos con un estilos de aprendizaje diferente”.

En suma, los humanos poseemos una personalidad, en igual medida que tenemos una cierta estatura, una nariz achatada o poco pelo en la cabeza. Somos como somos, para bien y para mal. Es absurdo que se nos intente convencer de que debemos cambiar nuestro modo de ser para ajustarnos a un supuesto ideal sociológico. Hallemos nuestros nichos naturales y seamos felices (o lo que sea). Si huimos de ellos sufriremos.

Si no dispone ahora de tiempo para dedicarle a este libro de agradable lectura, invierta al menos 20 minutos en ver la charla TED que Susan Cain impartió hace más o menos cuatro años. Vale la pena.


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