Susan Cain publicó en 2012 un
delicioso libro dirigido a reivindicar el valor de los individuos tranquilos,
silenciosos y callados –es decir, introvertidos—en la sociedad del siglo XXI (Quiet. The Power of Introverts in a World
That Can’t Stop Talking). Se divide en cuatro partes (el ideal
extravertido, ser y biología, ¿tienen todas las culturas un ideal
extravertido?, cómo amar y cómo trabajar) e incluye una breve conclusión a la
que titula ‘el país de las maravillas’.
Su principal tarea, perseguida con
ahínco durante siete años –tiempo que tardó en quedar satisfecha con la obra—es
subrayar un hecho descubierto hace décadas en Psicología diferencial: en cuanto
a los rasgos de personalidad, carece de sentido intentar encontrar un polo
positivo y negativo. En absoluto es mejor ser extravertido que introvertido (o al
revés), por ejemplo. Depende: “la selección natural ha conservado cierta diversidad de
personalidades”. Será por algo.
La autora hace un excelente trabajo
porque, además de describir casos particulares de famosos introvertidos –como Rosa
Parks, Gandhi o Wozniak—también revisa un elevado número de investigaciones
para apoyar sus conclusiones. Pone patas arriba el supuesto de que la persona
ideal debe ser dominante y escandalosamente sociable:
“valoramos la individualidad y, sin embargo, admiramos una
clase concreta de individuo: la del que parece dispuesto a comerse el mundo”.
Sin embargo, los individuos…
“tienen derecho a no renunciar a su propia personalidad
(…)
las apariencias no son la realidad
(…)
el secreto de la vida consiste en colocarse bajo la iluminación correcta”.
En un alarde de lucidez, esta
norteamericana de origen judío decide distinguir ‘carácter’ de ‘personalidad’.
En la cultura del carácter, señala, el ideal era un individuo serio,
disciplinado y respetable. Con la llegada de la ‘personalidad’, los individuos
se interesaron por cómo los percibían los demás. Todo cambió, de dentro hacia afuera.
Cain arremete contra la patológica
tendencia a tener que hacerlo todo en grupo, tanto en la escuela como en el
trabajo. Es una malísima idea con pésimos resultados. Eso de que “ninguno de nosotros
es tan inteligente como todos nosotros” (Warren Bennis) es una soberana estupidez. Los empleados más
eficientes actúan en compañías que permiten un espacio personal e intimidad (“el simple acto de
sufrir una interrupción constituye una de las mayores barreras a la
productividad”). La productividad se resiente con el aumento del
tamaño de los grupos. Las decisiones inteligentes también:
“fueron los extravertidos resueltos quienes provocaron la
crisis financiera que aqueja al planeta
(…)
nuestra cultura tiende a endiosar al 1%, fascinada por su fulgor pasajero,
cuando el poder real subyace en el otro 99%”.
Al preguntarse si nacemos con un
determinado temperamento, Cain recurre a las investigaciones de Jerome Kagan para encontrar respuestas:
“la voluntad puede llevarnos lejos, pero no mucho más allá de
nuestros límites genéticos
(…)
somos flexibles y podemos estirarnos, aunque solo en cierta medida”.
La autora suscribe la idea de que es
preferible mantenerse fiel a la propia personalidad, antes que someterse a las
normas predominantes en un determinado momento (volátil). Aprendamos a huir de
los rebaños y a apreciar nuestro propio instinto.
Se atreve incluso con las diferencias
poblacionales/continentales: Asia es introvertida, mientras que Europa y Norteamérica
son extravertidas.
A pesar de que revisa el caso de los
estudiantes asiáticos en los Estados Unidos, considera que son los valores
culturales los que explican esas diferencias de personalidad:
“la meritocracia termina el día en que se gradúan
(…)
a partir de entonces los asiáticos quedan rezagados por carecer del estilo
cultural adecuado para tener éxito: son demasiado pasivos”.
En cuanto a la pregunta de si la gente
puede modificar su personalidad a conciencia, Cain parece suscribir la tesis de
que no, pero sí se puede disimular.
Ahora bien, ¿puede disimular
cualquiera?
Las investigaciones de Richard Lippa señalan una variable
crucial. Quienes destacan al simular ser extravertidos –por ejemplo—poseen una
mayor capacidad de ‘auto-supervisión’,
y, por tanto, modifican su conducta según las exigencias del guión.
Pero ¿qué diantre es eso de la auto-supervisión?
El psicólogo diferencial de origen
catalán, Josep
Mª Lluis Font, ofreció una respuesta clarísima en su teoría de la red de
sistemas (que, naturalmente, Cain desconoce porque este profesor no es ni Robert
McCrae, ni norteamericano): el sistema auto-regulador, que coincide con el
rasgo ‘responsabilidad’, que coordina
la extraversión, el neuroticismo y la hostilidad, y que, a su vez, recibe una
valiosa y necesaria información del intelecto. En última instancia, son los más
inteligentes los que pueden controlar con mayor eficiencia su personalidad. Ni
más, ni menos.
Al igual que sucede con las plantas
diáfanas en los trabajos –una práctica que Cain considera auténticamente
aterradora—los colegios parecen inclinarse hacia el ideal extravertido. Las
mesas de las aulas se mueven para que los chavales se miren las caras constantemente
e interactúen sin descanso.
Sin embargo, se puede aprender de
distintos modos y el trabajo en grupo no es una estrategia particularmente
indicada, ni en general, ni al considerar que los estudiantes son distintos y,
por tanto, requieren diferentes estrategias:
“los introvertidos son, sin más, alumnos con un estilos de
aprendizaje diferente”.
En suma, los humanos poseemos una
personalidad, en igual medida que tenemos una cierta estatura, una nariz achatada
o poco pelo en la cabeza. Somos como somos, para bien y para mal. Es absurdo
que se nos intente convencer de que debemos cambiar nuestro modo de ser para
ajustarnos a un supuesto ideal sociológico. Hallemos nuestros nichos naturales
y seamos felices (o lo que sea). Si huimos de ellos sufriremos.
Si no dispone ahora de tiempo para dedicarle
a este libro de agradable lectura, invierta al menos 20 minutos en ver la
charla TED que Susan Cain impartió hace más o menos cuatro años. Vale la
pena.
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