domingo, 13 de marzo de 2016

La universalización del derecho a ofenderse –por Jesús Mª Gallego

En una plaza de un barrio de Madrid, unos titiriteros adscritos a los últimos tramos del escalafón de titiriteros representan un cutre mini-espectáculo perro-flauta en el que, como no puede ser de otra manera, vociferan contra dioses, reyes, monjas y banqueros. Su dicción no es buena, la atención del público entre dispersa y nula y la repercusión social del evento se situaría, en condiciones normales, a la altura de un voluntarioso juego de malabares en un semáforo.

Pero en un despacho del moderno nuevo edificio de la Audiencia Nacional, un juez adscrito a los primeros tramos del escalafón de la magistratura toma la determinación de que esto no puede quedar así, que las palabras no se las puede llevar el viento, que todos debemos conocer la aberrante dramaturgia de los titiriteros y que hasta a la última sensibilidad susceptible de ser ofendida se le debe otorgar el derecho a ofenderse. Y, como soy juez y puedo, pues encarcelo unos cuantos días a los perro-flautas y, de paso, doy ejemplo.

Occidente, ofendido en su conjunto por la desaprensiva acción de un total de dos titiriteros granadinos, restablece su equilibrio intelectual vulnerado sabiéndolos en la cárcel y reemprende la convivencia interrumpida. Europa respira.

Unos meses antes, unos sagaces periodistas partidarios de la universalización del derecho a ofenderse rescataron unos twits de un concejal y emprendieron una cruenta batalla destinada a hundirlo. Vivimos en una sociedad enferma, se dijeron. La salud y las buenas costumbres sobre las que se cimienta nuestra convivencia exigen nuestra intervención. No importa que los twits sean casi más antiguos que el propio Twitter (esa arma que carga el diablo), que el concejal en el momento de escribir aquello no fuera ni concejal ni absolutamente nada, no importa tampoco que nadie haya leído los twits porque para subsanar esa lamentable carencia ya están los sagaces periodistas y todos los decibelios de sus medios de comunicación de masas enfurecidas.


En los twits se descontextualizaban varios chistes de mal gusto, uno de ellos con Irene Villa como protagonista. Pero tampoco importó que la propia Irene manifestara categóricamente que no se sentía ofendida. Da igual, el asunto no puede quedar en manos de gente blandengue.

Por cierto, dijo el jefe de redacción, hay que consultar con el gabinete jurídico para ver si nos podemos querellar contra Irene Villa porque su reticencia a ofenderse tal vez encierre cierta connivencia con juicios y opiniones que un juez con sentido del deber patriótico podría conceptuar como enaltecimiento de aquello que no debe enaltecerse.

(Por cierto, el sentido común de un niño de nueve años se preguntaría: ¿quién contribuye más a la ofensa, un tipo que cuenta un chiste ofensivo u otro tipo que difunde, repite y amplifica hasta el agotamiento el chiste ofensivo con la presunta finalidad de denunciarlo?).


En los años 80, el diario ABC, símbolo de la preservación de la existencia como zona de confort, dejó muy alto el listón en la tarea de promover la universalización del derecho a ofenderse. Un oscurísimo grupo punk con entre cinco y siete seguidores que se hacía llamar Las Vulpes, apareció en una matinal televisiva interpretando su muy sutil balada lírica “Me gusta ser una zorra”.

La frenética anti-melodía punk, los encadenamientos, las aliteraciones y el desprecio underground por las leyes de la fonética convertían la letra de la canción en un galimatías con su potencialidad ofensiva muy disminuida.

Pero el director de ABC, vigía de Occidente, tuvo el buen sentido de encargar a un becario el descifrado de la letra para poder publicarla a cuatro columnas y tipos de 36 puntos en la tercera página del periódico. Ahora sí se puede ofender todo el mundo de verdad y con conocimiento de causa, debió pensar ese preclaro tutor de nuestros sentimientos, no podemos desfallecer en la tarea sacrosanta de poner a disposición del ciudadano respetable verdaderos motivos de ofensa.

Seguiremos en pie, ojo avizor, centinelas irreductibles, garantes de la preservación de símbolos y valores, afirmaban en los 80.

Y ahí siguen.


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