En una
plaza de un barrio de Madrid, unos titiriteros adscritos a los últimos tramos
del escalafón de titiriteros representan un cutre mini-espectáculo perro-flauta
en el que, como no puede ser de otra manera, vociferan contra dioses, reyes,
monjas y banqueros. Su dicción no es buena, la atención del público entre
dispersa y nula y la repercusión social del evento se situaría, en condiciones
normales, a la altura de un voluntarioso juego de malabares en un semáforo.
Pero en
un despacho del moderno nuevo edificio de la Audiencia Nacional, un juez adscrito a los primeros tramos del
escalafón de la magistratura toma la determinación de que esto no puede quedar
así, que las palabras no se las puede llevar el viento, que todos debemos
conocer la aberrante dramaturgia de los titiriteros y que hasta a la última
sensibilidad susceptible de ser ofendida se le debe otorgar el derecho a
ofenderse. Y, como soy juez y puedo, pues encarcelo unos cuantos días a los
perro-flautas y, de paso, doy ejemplo.
Occidente,
ofendido en su conjunto por la desaprensiva acción de un total de dos
titiriteros granadinos, restablece su equilibrio intelectual vulnerado
sabiéndolos en la cárcel y reemprende la convivencia interrumpida. Europa respira.
Unos
meses antes, unos sagaces periodistas partidarios de la universalización del
derecho a ofenderse rescataron unos twits de un concejal y emprendieron una
cruenta batalla destinada a hundirlo. Vivimos en una sociedad enferma, se
dijeron. La salud y las buenas costumbres sobre las que se cimienta nuestra
convivencia exigen nuestra intervención. No importa que los twits sean casi más
antiguos que el propio Twitter (esa arma que carga el diablo), que el concejal
en el momento de escribir aquello no fuera ni concejal ni absolutamente nada,
no importa tampoco que nadie haya leído los twits porque para subsanar esa lamentable
carencia ya están los sagaces periodistas y todos los decibelios de sus medios
de comunicación de masas enfurecidas.
En los
twits se descontextualizaban varios chistes de mal gusto, uno de ellos con Irene Villa como protagonista. Pero
tampoco importó que la propia Irene manifestara categóricamente que no se sentía
ofendida. Da igual, el asunto no puede quedar en manos
de gente blandengue.
Por
cierto, dijo el jefe de redacción, hay que consultar con el gabinete jurídico
para ver si nos podemos querellar contra Irene Villa porque su reticencia a
ofenderse tal vez encierre cierta connivencia con juicios y opiniones que un
juez con sentido del deber patriótico podría conceptuar como enaltecimiento de
aquello que no debe enaltecerse.
(Por
cierto, el sentido común de un niño de nueve años se preguntaría: ¿quién contribuye
más a la ofensa, un tipo que cuenta un chiste ofensivo u otro tipo que difunde,
repite y amplifica hasta el agotamiento el chiste ofensivo con la presunta
finalidad de denunciarlo?).
En los
años 80, el diario ABC, símbolo de
la preservación de la existencia como zona de confort, dejó muy alto el listón
en la tarea de promover la universalización del derecho a ofenderse. Un
oscurísimo grupo punk con entre cinco y siete seguidores que se hacía llamar Las Vulpes, apareció en una matinal
televisiva interpretando su muy sutil balada lírica “Me gusta ser una zorra”.
La
frenética anti-melodía punk, los encadenamientos, las aliteraciones y el
desprecio underground por las leyes
de la fonética convertían la letra de la canción en un galimatías con su
potencialidad ofensiva muy disminuida.
Pero el
director de ABC, vigía de Occidente, tuvo el buen sentido de encargar a un
becario el descifrado de la letra para poder publicarla a cuatro columnas y
tipos de 36 puntos en la tercera página del periódico. Ahora sí se puede
ofender todo el mundo de verdad y con conocimiento de causa, debió pensar ese
preclaro tutor de nuestros sentimientos, no podemos desfallecer en la tarea
sacrosanta de poner a disposición del ciudadano respetable verdaderos motivos
de ofensa.
Seguiremos
en pie, ojo avizor, centinelas irreductibles, garantes de la preservación de
símbolos y valores, afirmaban en los 80.
Y ahí
siguen.
Estoy muy orgulloso de ser amigo tuyo, tío. Es un bonito privilegio. Un abrazo, R
ResponderEliminarUna fina crítica. Enhorabuena.
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