La novela del malogrado José Luis Pérez Regueira (Una Cruz de Jade para Cortés, 2014) no es,
probablemente, un best seller.
Supongo que tampoco lo pretende. Y da lo mismo porque es una historia,
correctamente documentada y narrada, sobre una extraordinaria aventura.
Subraya el destacado papel de Marina (“la flor de Anahuac”), hija de una
autoridad del imperio azteca, durante la conquista capitaneada por el extremeño
Hernán Cortés (“el destino te pone frente a tu inteligencia
(…) el destino pertenece a la inteligencia (…) era el conquistador conquistado
por el Nuevo Mundo”). Sin el concurso de la bella e inteligente
indígena las cosas hubieran sido bastante diferentes. Con ella se dio origen al
pueblo mestizo que ahora habita en Iberoamérica, como expresa Carlos Fuentes en una de las citas que
usa el autor para abrir su novela:
“De la conquista de México nacimos todos nosotros, ya no
aztecas, ya no españoles, sino indo-hispano-americanos, mestizos.
Somos
lo que somos porque Hernán Cortés, para bien y para mal, hizo lo que hizo”.
Marina se vincula a Cortés para impulsar
un México liberado de sus sanguinarios dioses. Buscaba, entre otras cosas, que
su hijo, Martín, viviera en un
tierra diferente. Odiaba los sacrificios humanos y adoraba al dios de la
sabiduría, Quelzalcoatl.
La familia de Marina cae en desgracia
cuando, siendo casi una niña, visitan la capital azteca (Tenochtitlán: “la Serenísima República de Venecia era un jardín de
hortelanos comparado con esa urbe repleta de centenares de canales, calles
rectas como correas y limpias como atrio de convento e innumerables palacios y
templos que emulaban las más altas montañas”) y comete el sacrilegio
de mirar fijamente a los ojos del monarca (Moctezuma):
“Veía con asombro aquella cabecita que sobresalía sobre los
dignatarios encorvados y que le dirigía una mirada desafiante.
Marina
observaba al monstruo que permitía tanta crueldad, al intermediario de los
dioses sanguinarios
(…)
nadie, ni siquiera entre sus más aguerridos generales, le había desafiado con
aquella mirada, llena de odio y venganza
(…)
¿por qué una niña venía a desafiar a quien doblegó naciones y pueblos enteros”.
La segunda parte de la novela está
íntegramente dedicada a comprender el pasado de Marina, a que sepamos por qué se
une a la causa de Cortés. Revela su aborrecimiento hacia las tradiciones
sanguinarias del imperio azteca, responsables del sacrificio de su amado y de
su propio padre. Acumula razones para vengarse, pero, más allá de los sobrados
motivos personales, Marina desea fervientemente alumbrar un mundo mejor
para su tierra. Es en la tercera parte (Los
dioses del viento) en la que se produce el encuentro con el conquistador
español.
Moctezuma piensa que los barbudos pálidos
venidos del mar son los hijos de Quelzalcoatl que regresa para reclamar lo que
es suyo. Hace oídos sordos a quienes le advierten que son tan humanos como
ellos y que únicamente desean sus riquezas.
Marina ofrece información
privilegiada a Cortés, haciéndole saber que “su crueldad y tiranía han hecho crecer el odio
en mucha gente (…) están dispuestos a ofrecerte su ayuda si logras liberarles
de la humillación de los aztecas (…) ahora están deseosos de servir a un nuevo
señor que traiga la paz a su tierra”.
Naturalmente, Hernán y Marina se
hacen amantes:
“Cada caricia y cada embate en el interior de la indígena le
encadenaba a sus encantos, con cada beso se enamoraba perdidamente de ella
(…)
con los primeros rayos de sol y las últimas caricias, la indígena puso en el
cuello de Cortés una cruz de jade, primorosamente tallada por ella misma,
ensartada a un fino cordón de oro”.
El proyecto diplomático del emperador
azteca y Hernán, destinado a evitar un absurdo derramamiento de sangre entre
sus dos pueblos, fracasa. Pensaron que era posible evitar las hostilidades,
pero se equivocaron (“Moctezuma se ha convertido en la mujerzuela de los invasores”).
El conquistador español tuvo que recurrir a las armas, en más que estrecha
colaboración con los pueblos oprimidos (“el nuevo México comenzó a fraguarse en el ánimo y el coraje
de pueblos mexicas enemigos de Tenochtitlán”), para conquistar el
imperio azteca:
“hemos dejado de ser dioses y solo nos queda combatir como
españoles”.
Martín es considerado por sus padres
como un símbolo:
“el primer hijo del México renovado, con sangre de nobleza
indígena e hidalguía española, heredero de la Nueva España que construimos día
a día, el primero de la nueva raza que gobernará estos reinos”.
El epílogo de la novela denuncia las
leyes que parecían escritas para combatir el espíritu de mestizaje que
caracterizó la conquista:
“Los valientes se veían obligados a ceder el puesto a los
políticos
(…)
las leyes pueden revocarse, pero las hazañas y la civilización son
imperecederas”.
Una historia conocida y repetida con
demasiada frecuencia.
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