En Noviembre de 2007 fui invitado al Schelling Symposium. Tuvo lugar en la
Universidad de Maryland y participaron, además de este mortal, James Flynn,
Linda Gottfredson, Richard Nisbett, Clancy Blair, Douglas Detterman, Han van
der Maas, William Dickens, Eric Turkheimer, Jelte Wicherts, John Loehlin y
David Grissmer.
Puede que algún día les cuente cómo
fue ese encuentro, pero lo que hoy me ocupa es otra historia. En mi tiempo
libre por la Tierra de María, me escapé a la vecina Washington DC para dar un
paseo por The Mall y alrededores. Vagué sin rumbo y di con mis huesos en el
edificio de la Organización de Estados
Americanos. Me quedé de una pieza (no sin habla, porque iba solo, y, por
tanto, callado) al percatarme de que presidía la entrada una estatua de Isabel
I (Reina de Castilla, de Aragón, de las Islas y Tierra Firme del Mar Océano). ‘Qué raritos son los
norteamericanos’, me dije utilizando un sutil lenguaje subvocal.
Pero no, no es que los
norteamericanos sean especialitos, es que Isabel es una figura histórica de
primerísima división. Después de dudar sobre la elección adecuada para ahondar
en el personaje, elegí el excelente ensayo de Luis Suárez, Premio Nacional de
Historia.
Isabel nació hace ahora 565 años (es
decir, en 1451) en Madrigal de las Altas Torres (Ávila) y fue, desde bien
temprano, una niña despierta. Gran aficionada a la lectura, coleccionó libros
que alimentaron una frondosa biblioteca. A los dieciséis años se presentaba
como una curiosa, inteligente y bella rubia de ojos azules y mediana estatura.
Se ha subrayado su graciosa presencia y agradable trato, su mirada franca y su expresión
serena. Modesta en la vestimenta, rechazaba los juegos de azar y los espectáculos
crueles. Presentaba una extraordinaria capacidad resolutiva y la virtud que
admiraba por encima de las demás era la lealtad (odiaba la traición).
Tuvo conciencia de que podía llegar a
reinar porque, en Castilla, las mujeres tenían ese derecho. Esa posibilidad
aumentó cuando su hermano permitió su nombramiento como Princesa de Asturias. Ella
quiso demostrar que las mujeres eran tan capaces de gobernar como los hombres.
Y, por Tutatis, logró sobradamente su objetivo.
En su accidentada carrera hacia el
poder, Isabel decide contraer matrimonio con Fernando de Aragón. Vizcaya y
Guipúzcoa, además de Asturias, apoyaron con entusiasmo a los príncipes en ese
trayecto ascendente (“antes morir que abandonar su obediencia”). Isabel
tuvo que competir con la hija de su hermanastro, el por entonces Rey Enrique
IV, la famosa Juana La Beltraneja. Y ganó, después de sortear multitud de
escollos.
El Rey Enrique IV fallece en 1474 sin
haber hecho testamento. Fernando no estaba en Castilla, así que Isabel decidió actuar
con rapidez. Tenía 23 años. En Castilla, como recuerda Suárez, no era necesario
coronar o consagrar a los reyes (como sucedía en lugares como Francia) sino que
bastaba con proclamarles.
Los nuevos reyes se tomaron muy en
serio su papel de “señores de la justicia” para asegurar que se
cumpliesen las leyes, fueros, cartas, privilegios, así como los buenos usos y
costumbres:
“Las leyes hispanas son herencia del ius romano. Entre
monarca y comunidad política existe un pacto que somete a ambas partes a
deberes regidos por leyes”.
Isabel eligió como emblema el haz de
flechas para representar la unión de los reinos.
En contra de las interesadas leyendas
que a menudo se propagan, la religiosidad de la reina distaba de ser ingenua. Ramón Lull influyó en su confianza en
la capacidad de razonar de los humanos y tuvo claro que todos los seres humanos
habían sido dotados por Dios de una misma naturaleza, independientemente de su
nacimiento y origen. Todos los humanos tiene derechos y deberes. Ella y
Fernando “establecieron
en sus reinos el principio de la libertad personal para todos sus súbditos,
anulando las reliquias de la vieja servidumbre y suprimiendo los malos usos que
sujetaban aún a [por ejemplo] los remensas en Cataluña [la región enferma de
Iberia en aquella época]”.
Suárez subraya que es incorrecta la
declaración de que Isabel y Fernando fundaron la unidad política española.
Hispania existía anteriormente, y en ella se integraban Portugal y Navarra. Lo
que si construyeron es una Unión de
Reinos (una comunidad de súbditos cristianos reconocidos como personas
libres) en una Monarquía única que gobernó sobre siete millones de personas: “Fernando e Isabel
no se titularon nunca Reyes de España”. Los Reyes tenían el deber de
gobernar por mandato divino y era al Divino Creador al que debían rendir cuentas
sobre su correcto ejercicio del poder. Isabel se tomó muy en serio este deber.
Es realmente interesante el uso que
hizo Isabel de sus hijos para asegurar las alianzas, y, por tanto, la paz. Su
primogénita, Isabel (nacida en 1470), se casaría en Portugal. Juan (nacido en
1478) y Juana (nacida en 1479) casarían con miembros de la Casa de Habsburgo. Juana
viviría una tormentosa vida en Flandes. Catalina (nacida en 1482) viajaría a Inglaterra y sería muy querida por el pueblo inglés. La pequeña María (nacida
en 1485) se casó con Manuel de Portugal. La hija de Manuel y María es Isabel de
Portugal, que se convertiría en su momento en la esposa del emperador Carlos V,
y, por tanto, en madre de Felipe II.
La historia de la expulsión de los
judíos en la época de los Reyes Católicos se ha narrado burdamente con
repetitiva alevosía. Antes que en España se promovió su éxodo en Inglaterra
(1290), Francia (1306), Alemania (1338) o Austria (1421). Los alemanes se
autodenominaban, en aquella época, ‘matadores de judíos’ (siglos después volvieron a empeñarse
en esa tarea y tuvieron bastante éxito). Isabel y Fernando perseguían la
erradicación del judaísmo, pero no la salida de los judíos. Sin embargo, los
sefardíes (cuyo significado es ‘españoles’) optaron mayoritariamente por el
exilio. Los sabios universitarios parisinos escribieron una felicitación a los
monarcas españoles por adoptar, finalmente, la decisión que sus propios reyes
tomaron un siglo antes. Los enciclopedistas ilustrados hicieron un pésimo (e
interesado) trabajo de documentación, ¿verdad?
Isabel apreciaba la educación, resaltó
el papel de los libros y de la música y tuvo tendencia a rodearse de
universitarios. El arzobispo Talavera, estrecho colaborador (y confesor) de
Isabel, aprendió el árabe para enseñar a los granadinos, después de la
reconquista, en su propia lengua. Los musulmanes le conocían como el ‘alfaqui santo’.
El espíritu humanista de Isabel se
expresa en sus leyes de protección a los indígenas una vez consumada la
conquista de América. La curiosidad natural de la reina pudo ser decisiva para
el apoyo a la empresa del famoso almirante de origen incierto, quien “mostraría siempre
agradecimiento y confianza en Isabel (…) proclamó siempre que Isabel era su
magnánima protectora (…) fundó en Hispaniola la primera ciudad a la que llamó
Isabel”.
El declive de Isabel comienza cuando,
poco después de contraer matrimonio con Margarita de Habsburgo (quien tendría
un destacado papel durante el reinado de su sobrino Carlos, hijo de su cuñada Juana),
fallece su hijo Juan. Al año siguiente muere su hija Isabel durante un parto.
La reina tenía 47 años, enfermó y tuvo que guardar cama.
Los últimos cuatro años de vida de
Isabel fueron tan dramáticos como trepidantes, especialmente por los
movimientos sucesorios en los que Felipe, el marido de Juana, tuvo un destacado
y perverso papel. Y Juana, a quien Felipe podía seducir, pero no dominar,
también jugó sus cartas. Estaba loca, pero no era tonta, como nos recuerda un
par de veces Suárez.
Isabel firma su testamento el 12 de
octubre de 1504, doce años después de que la expedición de Cristóbal avistara
Tierra al otro lado del Atlántico. Ese testamento debería leerse con
detenimiento porque es un resumen exquisito del carácter de la admirable soberana.
Isabel y Fernando 'vigilan' la espalda del Presidente de las Cortes y miran a los ojos de los parlamentarios españoles
La serie de RTVE sobre
Isabel es un excelente homenaje a su genio y figura. Tuvo un considerable
éxito de audiencia porque los personajes y los sucesos narrados poseen un
intrínseco poder de atracción, pero también por su calidad, merecedora de
varios premios.
El guión estuvo adecuadamente
construido y fue bastante fiel a lo que se sabe. Pero se apreciaba el uso de la tijera.
Eran tantas las cosas que podían contarse que desbordaban la pantalla. Desde la
carrera hacia el poder, pasando por la reconquista de Granada y la llegada al
nuevo mundo, pasando por el episodio de los sefardíes o la instauración de la
inquisición, asistimos a un espectáculo que merece ser contado desde distintos
ángulos.
La serie sale airosa del reto. Si no
tuvieron oportunidad de verla, me permito recomendársela. Isabel merece su tiempo.
totalmente de acuerdo.
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