viernes, 20 de noviembre de 2015

Brain, You Bastard!

Estuve en una conferencia bastante aburrida de un curso de verano, que, eso si, me sirvió para mosquearme, una vez más, con ese órgano que tenemos entre las dos orejas y que ahora está de moda.

¡Maldito bastardo!


El ponente (médico) habló sobre dietas alimenticias. Comentó que, en efecto, ayudan a perder peso, pero también distorsionan los procesos metabólicos normales del organismo. Por tanto, esas dietas son peligrosas. En su lugar, deberíamos a) seguir los consejos de la OMS sobre el consumo diario de hidratos de carbono (50%), proteínas (20%) y grasas (30%), y b) movernos haciendo un ejercicio regular.

Hizo un breve recorrido por la historia del Homo Sapiens, comenzando en la ancestral época en la que cazábamos. Sostuvo que, por aquel entonces, no había individuos con sobrepeso por la sencilla razón de que se movían constantemente. Consumían una gran cantidad de la escasa energía que poseían y pasaban hambre. El balance energético era desfavorable y, de ese modo, era imposible acumular grasa innecesaria.

Nadie era gordo en aquellos maravillosos tiempos porque, entre otras cosas, se pasaba hambre. Mucha hambre.

La civilización supuso eliminar movimiento corporal progresivamente, y, por tanto, el balance energético se convirtió en favorable para la acumulación de grasas irrelevantes.

El progreso nos ayudó a engordar.

Desde esa perspectiva, seguí una línea de pensamiento que el ponente no usó, imagino que porque era médico y no psicólogo, aunque nunca se sabe.

El progresivo cambio desde esa sociedad de sapiens que cazaban y tenían que moverse constantemente para conseguir alimento, a la de grupos sedentarios que cultivaban y cuidaban del ganado alrededor de los asentamientos, fue perversamente urdido por nuestros enormes cerebros.

Unos cerebros tan o más egoístas que nuestros genes.

Sabemos que nuestro cerebro supone el 2% del peso corporal, pero consume el 20% de nuestros recursos energéticos. El desequilibrio es fenomenal.

Cuando no hay acceso a esa energía, el organismo ahorra lo que puede, pero la carestía nunca llega al cerebro. Nunca hasta que resulta materialmente imposible. El cerebro quiere la energía para él y solo para él. Si se usa esa energía para mover el organismo, el cerebro ve mermadas sus reservas.

La consecuencia lógica es que la evolución desde las sociedades cazadoras nómadas, hasta la sedentaria sociedad actual en la que acceder a los recursos alimenticios supone una baja inversión energética (abrir el ordenador, hacer un paseo virtual por el supermercado, elegir los productos haciendo un clic, solicitar el servicio a domicilio, esperar en el sofá a que llegue el pedido y meter los productos en la nevera y los armarios de la cocina) ha sido un proceso cuidadosamente planeado por nuestro cerebro.

Cansado de que usásemos energía para obtener alimento, cuando esa energía debería ser preservada para su uso y disfrute ante un futuro incierto, el cerebro nos convirtió en sedentarios, dándonos la idea de construir una residencia estable alrededor de la que acumular cultivos y animales. Nos ayudó a encontrar modos de obtener energía sin necesidad de derrocharla para volver a obtenerla.

Por tanto, es nuestro cerebro el responsable de que engordemos, de que acumulemos una grasa que, en realidad, no necesitamos.

Obsérvese que la misma sociedad sedentaria a las que nos condujo el cerebro por puro egoísmo, es ahora contraria a la tendencia a acumular grasas. Si se puede conseguir ahora fácilmente esa energía, ¿por qué seguimos consumiendo alimento como si continuásemos en aquella sociedad cazadora?


Engordamos porque consumimos más energía de la que necesitamos. Mucha más. Es así de simple. Reduzca el consumo y verá lo que sucede.

Aunque, bien pensando, hay otra solución: consuma la energía que le de la gana, pero muévase lo suficiente para que el balance energético al final del día se quede a cero.

Eso si, el riesgo de la segunda estrategia es que nuestro cerebro, que es un tipejo avieso, intentará convencernos de que no vale la pena moverse más de lo necesario, es decir, del sofá a la nevera. No puede evitar seguir usando patrones ancestrales de ahorro energético y de acumulación de energía.

Hubo un tiempo en que pasamos mucha hambre y no parábamos quietos.


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