Probablemente no hay tema más candente en las ciencias
sociales que el de las supuestas diferencias raciales de inteligencia. Y no es
precisamente porque se carezca de evidencias empíricas, sino debido a que los
científicos sufren graves dificultades para considerarlas neutralmente:
“En Europa, la mayor parte de los antropólogos acepta la
validez del concepto de raza
(…) es en
los Estados Unidos donde se ha negado la existencia de la raza por parte de
bastantes antropólogos, así como por algunos biólogos y científicos sociales
que han sacrificado su integridad científica a la corrección política” (Lynn, 2006, pp. 15-16).
En 1996, la task force
de la American Psychological Association,
coordinada por Ulric Neisser, revisó
el problema dentro de los Estados Unidos, concluyendo que
“El diferencial entre las puntuaciones medias en los tests de
inteligencia de afro-americanos y euro-americanos no deriva de un sesgo obvio
en la construcción o aplicación de los tests y tampoco es un simple reflejo de
las diferencias de estatus socioeconómico.
Las
explicaciones basadas en los factores de casta y de cultura pueden ser
adecuadas, pero tienen poco apoyo empírico.
Ciertamente,
la interpretación genética tampoco tiene apoyo empírico.
En el
momento actual, nadie sabe qué causa este diferencial”
El
libro de Dr. Richard Lynn,
Profesor Emérito de la Universidad del Ulster, que comentaremos aquí, es
novedoso por cuatro razones.
Primero, plantea el problema a escala mundial.
Segundo, usando como referencia el estudio con marcadores
genéticos de Cavalli-Sforza et al, (en la foto de la izquierda) revisa datos de diez razas: europeos, subsaharianos, habitantes del Kalahari,
asiáticos del sur y norteafricanos, asiáticos del sudeste, aborígenes de
Australia, habitantes de las islas del pacífico, asiáticos del este, habitantes
del Ártico y nativos americanos.
Tercero, discute las causas ambientales y genéticas de las
diferencias raciales de inteligencia.
Finalmente, propone una teoría sobre el origen de esas
diferencias.
Del capítulo 3 al 12 se revisa las evidencias empíricas sobre
las puntuaciones de CI de las diez razas señaladas, presentando un resumen en
el capítulo 13. La revisión considera 507 muestras de 128 países y produce la
siguiente clasificación según CI (de menor a mayor):
Habitantes del Kalahari (54).
Aborígenes de Australia (62).
Subsaharianos (67).
Asiáticos del sur y norteafricanos (85).
Habitantes de las islas del pacífico (85).
Nativos americanos (86).
Asiáticos del sudeste (87).
Habitantes del Ártico (91).
Europeos (99).
Asiáticos del este (105).
Lynn se pregunta aquí si esta clasificación es fiable y
válida, calculando una fiabilidad de .94 e informando de relaciones
significativas con factores tales como el nivel educativo o los índices de
riqueza de una serie de países con distintas composiciones raciales.
En los capítulos empíricos, el lector hallará algunas inferencias
discutibles, inconsistencias e incluso determinados errores. Veamos algunos
ejemplos.
Primero, los afroamericanos presentan un rendimiento en tests
de amplitud de memoria y velocidad de procesamiento equivalentes a un CI de 94
y 102, respectivamente. Actualmente sabemos que el factor g y la amplitud de memoria se encuentran intensamente
relacionados (aprox. .90) y también se ha descubierto que la
velocidad mental subyace al factor g.
Por tanto, ¿cómo explicar la diferencia de casi 20 puntos entre amplitud de
memoria, velocidad mental y el CI estimado en la revisión del autor?
Segundo, el CI de los asiáticos del sur y del norte de África
es de 85, casi 15 puntos por debajo de los europeos, pero la civilización árabe
ha sido las más avanzada del planeta durante varios siglos y, de hecho, sirvió
de modelo a la revolución europea del Renacimiento.
Tercero, a pesar de residir en un entorno favorecedor, el CI
de los asiáticos del este es menor en los Estados Unidos que en su nicho de
origen (101 frente a 105).
Cuarto, los habitantes del Ártico presentan un sustancial
mayor tamaño cerebral que los europeos (76 centímetros cúbicos) pero su CI
medio es 91.
Finalmente, en la página 28 se hace referencia al famoso
estudio de Chorney et al sobre el
IGF2R para demostrar que existen “genes
de la inteligencia”. Pero desde 2002 sabemos que la asociación de ese
marcador genético con la inteligencia no
se ha podido replicar. Con todo, el autor señala al comienzo de su revisión
que
“No deberíamos tratar de encontrarle sentido a las
variaciones de estimación de estudio a estudio, puesto que en su mayor parte
resultan del error de muestreo.
Lo realmente
importante es centrarse en el patrón general” (p. 18).
Discutible, pero es su postura.
Lynn considera el CI estimado para cada raza, tanto en su
nicho de origen como en otros lugares del planeta, para averiguar si hay
consistencia o no. Las evidencias son verdaderamente interesantes. Sucede, por
ejemplo, que en los europeos existe esa consistencia, pero está ausente en los
subsaharianos (cuyo CI medio en África es 67, según informa el autor, pero 85
en los Estados Unidos, 86 en Inglaterra y 85 en Holanda –una diferencia de casi
20 puntos). El dato europeo apoyaría una hipótesis genética, mientras que el de
los sub-saharianos sería proclive a la hipótesis ambiental sobre las
diferencias raciales. ¿Sugiere esto que 99 es el techo de los europeos,
mientras que los sub-saharianos tienen aún margen de incremento? ¿O es 85 el
techo de los sub-saharianos? No lo sabemos, pero ¿sería interesante
averiguarlo?
En el capítulo 14, el autor se decanta por una explicación de
las diferencias raciales basada en factores genéticos y ambientales. Sugiere,
por ejemplo, que
“Una deficiente nutrición [en los países en vías de
desarrollo] puede reducir el CI en 15 puntos” (p. 185)
por lo que ¿se podría deducir que el CI de los nativos
americanos del sur en los países menos desarrollados podría llegar a superar la
media europea?
Varias páginas están destinadas a discutir cuáles son los
factores nutricionales que influyen sobre la inteligencia. La desnutrición
prenatal y durante el primer año de vida daña el desarrollo del cerebro y
reduce el número de células cerebrales. Las deficiencias de hierro reducen el
número de receptores de la dopamina influyendo en los procesos de neurotransmisión,
y, por tanto, el aprendizaje y el funcionamiento cerebral adulto. Los ácidos
grasos son esenciales para el desarrollo cerebral; casi la mitad de estos
ácidos se adquieren en el útero y la otra mitad durante los doce primeros meses
a través de la leche materna (pero no de las leches artificiales). También se
revisa el posible efecto de la educación, pero el autor no confía demasiado en
que tenga un verdadero efecto.
Sostiene Lynn que
“aunque los factores ambientales indudablemente contribuyen a
las diferencias raciales de inteligencia, existe una serie de factores que
sugieren que también hay influencias genéticas” (p. 189):
(1) es difícil asumir que la inteligencia es la excepción a
una serie de características en las que se diferencian genéticamente las razas,
tales como la forma corporal, el color de la piel, pelo y ojos, la pre-valencia
de determinadas enfermedades o los grupos sanguíneos.
(2) los escasos cambios de CI de los grupos raciales que
residen en sus nichos de origen y en otros ambientes (eso si, con excepciones
dramáticas como los subsaharianos).
(3) las diferencias de CI entre razas que viven en el mismo
país.
(4) la adopción de niños de razas de menor CI por parte de
familias de razas de mayor CI no mejora su CI.
(5) los niños de matrimonios inter-raciales presentan un CI situado
en la resultante de calcular la media de ambas razas.
(6) el CI de las razas es consistente con la transición de la
caza a la agricultura durante el neolítico.
(7) el CI de las razas es consistente con el desarrollo de
civilizaciones a lo largo de la historia de la humanidad.
(8) la heredabilidad del CI dentro de cada grupo humano hace
probable un efecto genético entre grupos.
(9) hay diferencias de tamaño craneal coherentes con las
diferencias de CI.
(10) “la teoría de que las diferencias raciales de inteligencia
son parcialmente debidas a la genética se ajusta a los criterios de Karl Popper
de una teoría sólida. Quienes sostienen que no hay evidencia revelan una
carencia de comprensión de la lógica de la investigación científica”
(p. 192).
Los tres últimos capítulos son una exposición sucinta, pero
bastante directa, de la teoría del autor. El capítulo 15 considera dos
principios evolucionistas para comparar mamíferos, pájaros, primates y
homínidos:
(1) ocasionalmente, las especies ocupan nuevos nichos que
imponen mayores exigencias cognitivas y
(2) los carnívoros y los herbívoros participan en una carrera
en la que ambos deben hacerse más inteligentes, los primeros para cazar y los segundos
para evitar ser cazado.
A partir de aquí calcula coeficientes de encefalización (CE) para
estimar la capacidad del cerebro para procesar información. Así, por ejemplo,
el Homo Sapiens presenta un CE de 7.50, mientras que el promedio de los
mamíferos o de los pájaros es de 1.00. Los cálculos y esos dos principios
permiten mantener que las exigencias del ambiente poseen
el efecto de estimular el desarrollo del cerebro, y, por tanto, de la
inteligencia.
En los capítulos 16 y 17 se explora las relaciones entre
clima, raza, tamaño cerebral e inteligencia:
“La crucial presión selectiva responsable de la evolución de
las diferencias raciales en inteligencia corresponde a la temperatura y los
ambientes fríos del hemisferio norte, que imponen mayores demandas cognitivas
para garantizar la supervivencia.
Los
asiáticos del sur y norte-africanos, los europeos, los asiáticos del este, los
habitantes del Ártico y los nativos americanos, se adaptaron a estas demandas
cognitivas desarrollando un mayor tamaño cerebral y una mayor inteligencia” (p. 205).
Hace aproximadamente 100.000 años, grupos de Homo Sapiens
comenzaron a salir de África para colonizar el resto del planeta, proceso que
culminó hace 30.000 años. Esta emigración masiva aisló a comunidades de Homo Sapiens
en diferentes partes del globo, por lo pudieron comenzarse a aplicar procesos evolucionistas
tales como la deriva genética, la mutación y la adaptación a los distintos
ambientes. Cuanto más fríos eran los inviernos,
mayores eran las demandas cognitivas para sobrevivir.
En contraste, África no resultó un ambiente exigente
cognitivamente, puesto que era relativamente sencillo encontrar plantas,
insectos y huevos durante todo el año. Sus habitantes no debían cazar animales
para comer, no necesitaban desarrollar la inteligencia, las habilidades, los instrumentos,
las herramientas y las armas necesarias para cazar grandes mamíferos, algo crucial
en el hemisferio norte.
Los emigrantes tuvieron que enfrentarse al problema de los
largos inviernos, encontrando fuentes alternativas de alimentación, lo que
exigió agudizar el ingenio. La conclusión general del autor es:
“El CI de las razas se puede comprender por los diferentes
ambientes en los que han evolucionado, y, en concreto, por las glaciaciones del
hemisferio norte que han ejercido una poderosa presión para desarrollar una
inteligencia que permitiese sobrevivir durante los fríos inviernos; también han
sido relevantes las mutaciones favorecedoras de una alta inteligencia que han
aparecido en razas con poblaciones grandes y con un gran estrés climático.
Las
diferencias de CI que separan a las razas explican las diferencias en logros
como la transición del neolítico, la construcción de las primeras
civilizaciones y el desarrollo de civilizaciones avanzadas durante los últimos
2000 años.
La posición
de los ambientalistas de que, durante los últimos 100.000 años, los grupos
humanos han estado separados por barreras geográficas en diferentes partes del
planeta que han producido marcadas diferencias genéticas en morfología, grupos
sanguíneos e incidencia de trastornos genéticos, pero que han dejado intacto el
genotipo de la inteligencia, es tan improbable que la única explicación es que
ignoran por completo los principios de la biología evolucionista o siguen una
agenda política destinada a negar la importancia de la raza.
O ambas
cosas” (pp. 243-44).
Por consiguiente, se podría deducir que el origen de las
diferencias raciales de inteligencia reside esencialmente en el ambiente,
remoto, pero ambiente en resumidas cuentas. Pudieron existir exigencias en las
zonas más frías del planeta que estimularon el
incremento de la capacidad del cerebro humano para procesar la información de
modos cada vez más eficientes.
Sin embargo, las comparaciones contemporáneas señalan
claramente que las culturas recientes pueden ejercer un efecto sustancial sobre
la inteligencia. Es el caso de los subsaharianos en los Estados Unidos,
Inglaterra u Holanda. El nivel de integración de esta población en esos países
dista de ser equiparable a la población mayoritariamente europea, especialmente
en los Estados Unidos, donde existe un claro historial de discriminación
racial. El hecho de que, aún así, se haya producido un incremento de 20 puntos
de CI, es consistente con la declaración de que las
diferencias remotas pueden ser superadas en la actualidad.
Si es esa la política social que se desea aplicar, entonces se
pueden sugerir algunas cosas.
Primero, que se replique la revisión de Lynn para averiguar
si las evidencias son o no son sólidas.
Segundo, encontrar inconsistencias, semejantes al caso
comentado de los subsaharianos, que puedan ayudar a detectar dónde residen las
claves para mejorar la inteligencia de las poblaciones.
Tercero, proponer la aplicación de políticas nutricionales a
escala mundial que estimulen el desarrollo de las nuevas generaciones de los
países en vías de desarrollo.
Finalmente, que los científicos de los países desarrollados
colaboren estrechamente con los de los países en vías de desarrollo para diseñar
estudios a gran escala que permitan un diagnóstico fiable de la situación,
superando las ideologías que propenden a negar la evidencia de que los mayores índices de desarrollo están estrechamente
relacionados con el capital intelectual humano.
Una sociedad ilustrada es una sociedad mejor. Y una sociedad así
debe facilitar que las ideas sean discutidas en un ambiente tolerante y
respetuoso. La historia de la humanidad prueba que los
avances se han producido dentro de sociedades abiertas que han respetado y
debatido la diversidad de visiones sobre la naturaleza de las cosas.
La teoría de Lynn puede ser correcta o incorrecta, pero constituye
una excusa para que los científicos dejen de actuar bajo determinados prejuicios
(o de las presiones de los medios de comunicación y de los políticos) y se
hagan la gran pregunta siguiendo el método más poderoso para conocer la
naturaleza (incluyendo la naturaleza humana) con el que se cuenta en la
actualidad, es decir, el método científico.
Bajo ningún concepto debería ocurrir que sólo los científicos
jubilados (como es el caso de Lynn) puedan permitirse decir lo que piensan,
mientras que los científicos en activo puedan hacer declaraciones solamente
cuando encajan con lo que al periodista o al político le parece más apropiado. La neutralidad es un ingrediente básico del cóctel de la
ciencia.
En suma, con el problema de las diferencias raciales de
inteligencia debería aplicarse el mismo sistema de actuación que el Dr.
Crichton propone para superar las extraordinarias inconsistencias de las
teorías sobre el cambio climático en el planeta tierra.
Desde mi punto de vista, la Organización de Naciones Unidas podría contribuir a resolver el
problema mediante la promoción de investigaciones a escala mundial dirigidas por al menos tres equipos
independientes que trabajasen simultáneamente.
Usando las diez razas reseñadas más arriba, se podría hacer
un muestreo representativo de cada una y medir su inteligencia mediante los
instrumentos estandarizados más apropiados. Quienes seleccionan los tests de
inteligencia, quienes los aplican, quienes corrigen los resultados y quiénes
los analizan estadísticamente no deberían ni conocerse.
Los equipos de integración deberían disponer de acceso
ilimitado a los datos considerados por cada uno de ellos y los informes
resultantes de la investigación deberían publicarse simultáneamente con
comentarios sobre los hallazgos de los demás.
El sistema que se propone permitiría averiguar, con relativa
rapidez, si las evidencias discutidas por Lynn son sólidas y se replican (o no).
La verificación independiente es la esencia de la
empresa científica.
El problema de las diferencias raciales posee tal envergadura
y una penetración social de tamaña magnitud, que esta propuesta debería convertirse
en una obligación para los próximos años.
La especulación es fascinante, pero la verdad lo
es todavía más.
Muy interesante Roberto. Gracias por el post.
ResponderEliminarYa había escuchado La hipótesis de las presiones ambientales. Vista la situación de los países africanos ahora, de extrema dificultad para la supervivencia en muchos casos, es razonable suponer que estas presiones ambientales empujen la supervivencia de los más fuertes. Es muy probable que estos sean los que emigran en cuyo caso habría que diferenciar los grupos de evaluados, no?
De cualquier forma firmó en voz alta por la libertad de la ciencia.
Gracias por el comentario MA. A mi juicio, el único modo de resolver el problema sobre la robustez de esos resultados es diseñar una investigación con las características comentadas en el post. Un autor o un equipo particular no pueden (ni deberían). Mientras se evite esa investigación la puerta a la especulación seguirá abierta y nunca se sabe a qué clase de espacio dirigirá esa puerta. Saludos, R
ResponderEliminarGracias por el post Roberto
ResponderEliminarexcelente
Hay que tener en cuenta que la población afroamericana tiene aproximadamente un 20% de mezcla racial europea. Pero ¿cómo igualar las capacidades innatas? Podemos igualar el acceso a todo lo que proporciona la sociedad, pero no se puede aumentar la inteligencia innata de un ser humano. Por lo tanto los niveles de inteligencia pueden mitigarse e incluso desaparecer momentáneamente en algunas sociedades, pero en igualdad de condiciones las diferencias tendrían que sobresalir.
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