Eric
Turkheimer (con quien tuve esclarecedores intercambios de impresiones sobre el
efecto de las lesiones cerebrales en la capacidad cognitiva) publica, junto a
unos colegas daneses, un
artículo en PNAS en el que se informa de una investigación sobre el papel
del ambiente de crianza en la capacidad cognitiva.
En resumidas cuentas, el resultado
principal es que ese ambiente influye en el rendimiento obtenido al final de la
adolescencia en un test de CI (entre 3 y 4 puntos). Es decir, los chavales
adoptados logran mejores puntuaciones que sus hermanos no adoptados, y el
efecto se explica por el nivel educativo de los padres.
Los estudios de adopción son
cruciales en las ciencias de la conducta para separar los efectos genéticos y
no-genéticos sobre la variabilidad de un determinado rasgo fenotípico, como la
capacidad intelectual valorada por los tests de CI. La comparación de la
capacidad de niños adoptados y sus padres biológicos o sus hermanos no
adoptados, permite calcular la maleabilidad de esa capacidad.
Existen estudios que apoyan la idea
de que ambientes de crianza favorables poseen un efecto positivo sobre la
capacidad de los chavales. Sin embargo, la evidencia correlacional señala que
los niños se parecen más a sus padres biológicos (con los que no tienen
contacto) que a los padres adoptivos que les crían desde su nacimiento. Es
decir, la genética también posee un sustancioso papel. Los autores de este
informe sostienen que
“esa supuesta contradicción puede encajarse si se considera
que son diferentes manifestaciones de los mismos procesos subyacentes
(…)
la mayor parte de los efectos sobre las medias y sobre las diferencias
individuales pueden explicarse por el mismo modelo”.
Se usa aquí una base de datos de
Suecia en la que un hermano fue dado en adopción y otro permaneció en su
familia de origen (N = 436). Se midió su capacidad cognitiva en el momento de
hacer el servicio militar y se dispuso del nivel educativo de los padres
biológicos y adoptivos.
Resultado: el CI promedio de los
chicos criados por su propia familia fue de 92, mientras que el CI promedio de
los chicos criados por una familia adoptiva fue de 97. Conviene tener presente
que el nivel educativo promedio de las familias adoptivas fue mayor que el de
las familias estándar (d de Cohen =
0.54). Por tanto, los chavales de las familias adoptivas presentan 5 puntos de
CI más que sus hermanos no adoptados. Si convertimos el tamaño del efecto del
nivel educativo de las familias a puntos de CI, el resultado es 8 puntos.
Cuando se corrige ese diferencial, el resultado son 3 puntos.
La comparativa según el nivel
educativo de los dos tipos de familias es particularmente interesante. Cuando
la familia adoptiva presenta un sustancial mayor nivel educativo que la
estándar, la diferencia de CI favorable al hermano adoptado equivale a 8
puntos. Cuando es la familia estándar la que presenta un sustancial mayor nivel
educativo que la familia adoptiva, entonces la diferencia de CI favorable al
hermano no adoptado es de 4 puntos.
Es difícil entender esta diferencia.
¿Resulta negativo para tu desarrollo intelectual vivir con tu propia familia?
No se me ocurre una explicación razonable para que el mismo diferencial en nivel
educativo de los padres tenga el doble de efecto en las familias adoptivas que
en las estándar. Los autores guardan un diplomático silencio al respecto.
Estos resultados intentan replicarse
con una muestra de 2.341 hermanastros de la misma población. Ahora la
diferencia promedio de CI entre ambos hermanos es de 3 puntos (95 frente a 98),
en lugar de 5.
La conclusión general es que el
ambiente de crianza posee un efecto causal sobre la capacidad intelectual. Los
chavales que crecen en hogares en los que el nivel educativo es mayor logran
mejores puntuaciones de CI, mientras que quienes crecen en hogares de menor
nivel educativo obtienen peores puntuaciones de CI. Si dejamos a un lado el
extraño efecto comentado anteriormente, esta conclusión refuerza la idea de la maleabilidad
de la capacidad intelectual.
Los autores son cautos al subrayar
que este resultado no contradice la relevante influencia genética sobre la capacidad
cognitiva:
“nuestra meta no es excluir las explicaciones genéticas, sino
mantenerlas bajo control al centrarnos en un experimento natural que implica
diferencias en la experiencia ambiental”.
La diferencia de entre 2 y 5 puntos
de CI que parece producir el ambiente de crianza es bastante menor que la
observada en estudios previos hechos a menor escala, aunque eso puede deberse a
que las diferencias entre los dos tipos de familias no eran escandalosas. En
ambientes más deprivados los efectos pueden ser bastante más poderosos.
En conclusión, este estudio muestra,
una vez más, que el ambiente de crianza puede influir sobre el rendimiento
intelectual. Débilmente, pero puede. Eso si, la edad media en la que
registraron los resultados cognitivos (18 años) permite preguntarse qué hubiera
pasado si se hiciese un seguimiento cuando los chavales alcanzasen los, por
ejemplo, treinta años de edad.
A lo mejor sabemos la respuesta en
algún tiempo. Los científicos son muy persistentes.
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