Durante una estancia que hice en 2009
en el LONI (Laboratory of Neuroimaging)
de la UCLA, tuve la oportunidad de colaborar con el laboratorio de Ralph Adolphs, en el California Institute of Technology (Cal
Tech).
El científico alemán Jan Gläscher estaba también de estancia
en el Cal Tech y contactó conmigo para trabajar en un problema asociado a la
base neuroanatómica del factor general de inteligencia (g) usando datos de un grupo de más de doscientos pacientes con
lesiones cerebrales locales y crónicas.
Me pareció una excelente oportunidad
para relacionar los conocimientos de expertos en neuroimagen con lo que
sabíamos sobre la naturaleza del factor g.
Publicamos los
resultados en 2010. En esencia, mostramos que una red de regiones fronto-parietales
conectadas resultaba esencial para dar cuenta de las diferencias intelectuales,
con un papel especial de la corteza fronto-polar para el factor g.
Adolphs publica ahora una
breve nota en ‘Trends in Cognitive Sciences’ en la que discute los problemas
sin resolver en neurociencia.
Comienza desvelando una práctica
habitual en los miembros de su laboratorio: suelen acudir a los estrenos de
películas de ciencia ficción, y, después, se van a tomar una cervezas para
debatir sobre sus méritos y sobre sus defectos. Invariablemente terminan
preguntándose sobre su propio campo (y cuanta más cerveza en sangre mayor
creatividad):
- ¿Qué deberíamos hacer seguidamente?
- ¿Cuál sería la pregunta más
interesante?
- ¿Qué haríamos si alguien nos
ofreciese ‘a billion dolars’?
Son preguntas tan excitantes como
difíciles.
Hizo una encuesta más o menos informal
a su alrededor para capturar respuestas y las clasificó en resueltas (o casi
resueltas), resolubles en los siguientes 50 años, resolubles pero quién saber
cuándo, y probablemente irresolubles.
Simplifica a través de tres
meta-preguntas:
1. ¿Qué se considera que supone comprender
el cerebro?
2. ¿Cómo se puede construir un
cerebro?
3. ¿Cuáles son los modos de
comprender el cerebro?
La que más me interesó fue la tercera,
porque el autor recurre al gran (y malogrado) David Marr, quien descompone esa pregunta en tres:
1. ¿Cuál es la función del cerebro?
2. ¿Cuáles son los algoritmos para
alcanzar esa función?
3. ¿Cómo se implementa esa función en
el cerebro? ¿cómo se puede medir?
Pienso que quizá pudiera invertirse
el orden de las preguntas, es decir, si supiéramos qué es capaz de hacer el
cerebro nos beneficiaríamos mucho porque sabríamos qué merece la pena mirar sin
despistarnos demasiado.
Adolphs opina que el nivel más
importante es el segundo, es decir, ¿qué cálculos describen cómo implementan
determinadas funciones los procesos neurológicos?:
“el pensamiento, la cognición, el razonamiento, el cálculo,
los estados centrales, y el procesamiento de la información se encuentran
relacionados de alguna manera, pero a menudo se estudian desde distintas
perspectivas”.
No puedo evitar que esta declaración
me recuerde al factor g, es decir, el
rasgo latente que relaciona un elevado número de funciones psicológicas, desde
aquellas que pueden considerarse de bajo nivel (como la velocidad para procesar
información simple) hasta las de altísimo nivel, como el razonamiento abstracto.
Si los neurocientíficos están
buscando un modo de integrar (y hay buenas razones para que así sea), entonces
me parece una estrategia eficiente servirse de lo que algunos científicos ya
conocen sobre esa capacidad integradora que conocemos con el nombre de ‘inteligencia humana’.
En cuanto al futuro, permítanme
terminar con las, a mi juicio, sabias palabras de Michael Crichton en el prefacio de su novela ‘Timeline’:
“Si en 1899 alguien hubiera dicho a un físico que 100 años
después se transmitirían imágenes en movimiento a los hogares de todo el mundo
desde satélites;
que bombas de una potencia inconcebible amenazarían la
supervivencia de la especie;
que los antibióticos atajarían las enfermedades infecciosas;
que las mujeres tendrían derecho al voto y píldoras para controlar
la reproducción;
que cada hora alzarían el vuelo millones de personas en aparatos
capaces de despegar y aterrizar sin intervención humana;
que sería posible cruzar el Atlántico a 3.200 km. por hora;
que los hombres viajarían a la luna y perderían luego el interés
por el espacio exterior;
que los microscopios conseguirían ver átomos independientes;
que la gente llevaría encima teléfonos de un peso no mayor a unas
cuantas decenas de gramos y se comunicaría sin hilos con cualquier lugar del mundo;
o que la mayoría de estos milagros dependerían de un dispositivo
del tamaño de un sello de correos, basado en una nueva teoría llamada mecánica
cuántica;
si alguien hubiera dicho entonces todo esto, el físico sin duda lo
habría tachado de loco”.
Valioso blog e interesante post. Pienso que, sin embargo, se debe ahondar en estudiar formas de cómo ayudar a las personas (individuos y organizaciones) a mejorar, con lo que ya se sabe de neurociencia, en áreas como aprendizaje, conducta y toma de decisiones, por ejemplo. Considero que la "neurociencia aplicada", por denominarla de alguna manera, ha avanzado tímidamente. La llamada "inteligencia emocional" ( de Damasio y de Goleman, y otros) es una prueba de tales aplicaciones. Debemos propiciar enfoques y reforzar la "neurociencia aplicada" hacia la educación y hacia las empresas. Esto hoy se ha convertido en una gran necesidad. Entonces viene una interrogante también interesante: ¿podemos las personas aprender a ser mejores personas?. La respuesta parece obvia, desde tiempos remotos; pero qué hacer y cómo hacer. Desde la gestión de competencias en la empresa y desde formación en educación va mi aporte. Saludos cordiales.
ResponderEliminarGracias, Sergio.
ResponderEliminarEncontrar modos de mejora es, desde luego, fundamental, pero no debemos ir más deprisa de lo que nos permite lo que sabemos con relativa seguridad. Puede suceder que ir directamente a la aplicación sea más negativo que positivo. Hay que ser cauteloso. Pensando que ayudamos podemos, en realidad, producir un perjuicio. Tranquilizar nuestra conciencia es menos relevante evitar daños colaterales. Saludos, R