viernes, 28 de noviembre de 2014

Ben-Hur

¿Quién no ha visto un número casi infinito de veces la película dirigida por William Wyler, especialmente en esas fechas en las que se aproxima la Semana Santa? Conocemos la historia, pero ¿cuántos leímos la novela de Lewis Wallace, ‘Ben-Hur, una historia de los tiempos de Cristo’ publicada en 1880?

El largometraje de la MGM, protagonizado por Charlton Heston, se estrenó hace más de medio siglo, en 1959, y fue un éxito rotundo. Pero no hablaremos de que el rodaje superó todos los records de presupuesto destinado a una película hasta entonces, ni que los decorados fueron faraónicos, ni de que Gore Vidal participó en el guión.

Mientras que en la película la presencia de Jesucristo es sutil, es evidente y frecuente en la novela. Por lo demás, la secuencia de sucesos es similar. Una familia acomodada de Judea cae en desgracia por un accidente que se interpreta como atentado en el que se encuentra implicado el gobernador romano (Grato) recién llegado a Jerusalén. El joven Judá Ben-Hur es enviado a galeras, donde se supone que encontrará una muerte segura, mientras que su madre y su hermana son encerradas en una lúgubre prisión donde contraen la lepra.

Judá soporta la vida en el sótano de un barco romano durante tres años. En una de las expediciones bélicas en las que participa, se produce un accidente y él logra poner a salvo al comandante de la misión (Quinto Arrio). Agradecido, Arrio adopta al joven, que se convierte así en ciudadano romano. Mientras vive con el militar aprende técnicas de guerra romana y desarrolla un enorme abanico de habilidades que posteriormente le serán de utilidad para vengarse del malvado Messala (un amigo de la infancia allá en la lejana Judea que, al hacerse mayor, se ha convertido en un individuo prepotente y tirano seducido por el esplendor del imperio de la ciudad de las siete colinas).

Cuando muere Quinto Arrio, Ben-Hur decide regresar a Judea para intentar encontrar a su familia, para averiguar cuál fue su destino. Antes de lograrlo se producen los sucesos en los que Ilderim, un famoso jeque árabe, le acoge y le permite conducir su cuadriga en una competición en la que se consuma la venganza de Judá sobre Messala.

Al regresar a su ciudad de origen, Ben-Hur queda atrapado en las redes del Mesías, poniendo a disposición de sus seguidores, tanto sus habilidades militares como su enorme fortuna. Le cuesta comprender el verdadero mensaje de Jesucristo porque, al igual que muchos otros, considera que es el Rey que vendrá a poner en su sitio al pueblo elegido (“el prototipo físico de la raza ha ido siempre el mismo. Sin embargo, ha habido también algunas variaciones individuales (…) la preferencia de Dios constituye nuestro timbre especial de gloria”) y a acabar con su sometimiento a la tiranía romana. Solo al final abre los ojos.

Los reyes magos, particularmente Baltasar (el egipcio que vincula a los judíos con el famoso éxodo liderado por Moisés), posee un relevante papel en la historia. Su bella hija, Iras, que acaba siendo una traidora, también cumple un cometido en la historia. Es particularmente relevante la figura de un antiguo esclavo del padre de Judá, Simónides, que ha amasado una enorme fortuna usando un capital que escapó a la voracidad del gobernador y de Messala, pero cuyo ocultamiento le costó convertirse en tullido de por vida. La hija de este, Esther, también es una personalidad de relieve. De hecho, termina convirtiéndose en esposa y madre de los hijos de Ben-Hur.

El libro I narra el viaje de los magos a la cueva en la que nace Jesucristo.

El libro II se centra en el encuentro de Ben-Hur y Messala (“mi Messala, cuando se marchó, no tenía veneno en el cuerpo, y por nada del mundo habría herido los sentimientos de un amigo”), el accidente de Grato, y la condena a galeras (en cuyo viaje se encuentra con Jesús: “aquellas benditas manos le habían acariciado y dado de beber cuando él estaba pereciendo de sed; guardaba en su alma el recuerdo de aquel dulce rostro”).

El libro III narra las desventuras en galeras (“para sobresalir en su empleo se necesitaba cierta dosis de inteligencia, además de la fuerza propiamente dicha”) y el episodio de Quinto Arrio (“el imperativo de mi conciencia me ordena que muera contigo antes que ser tu asesino”).

El libro IV desvela los sucesos del regreso de Ben-Hur a Judea, pasando por Antioquia. En esta parte de la novela se produce el encuentro con Simónides (y su hija Esther). Y, por supuesto, con el jeque Ilderim. Baltasar (“reducir al hombre a vasallo constituye la ambición de un rey; ocuparse del alma del hombre para salvarla es el deseo de un Dios (…) la inteligencia de Dios no se mueve jamás sin ningún motivo”) media entre el encuentro del jeque y Ben-Hur (“yo competiré en esta carrera para humillar a mi enemigo. La venganza está permitida por la ley (…) humillaré a mi enemigo en el lugar más público”).

El libro V detalla la carrera de cuadrigas en la que Judá obtiene su venganza en el Circo (“ser veloz vale menos que ser cuerdo”). Messala queda inútil para el resto de su vida y arruinado por su insensata apuesta. Aquí también se producen inquietantes encuentros entre Iras, la bellísima y enigmática hija de Baltasar, y el joven judío, y también se narra el atentado del que se libra.

El libro VI comienza con la sustitución de Graco por Poncio Pilatos como gobernador de Judea, y con la liberación de la madre y la hermana de Ben-Hur de la tenebrosa Torre Antonia (“los sufrimientos que se nos infligen son más o menos intensos según la sensibilidad de cada uno”). Judá regresa finalmente a Jerusalén y a su vacío hogar. Comienza a buscar a su familia, pero la criada, que sigue en secreto a cargo de la casa Hur, le oculta que están vivas para alejarle de la lepra y evitarle el sufrimiento.

El autor explica en este libro VI que la superioridad bélica de los romanos proviene de tres causas: “sumisión ciega a la disciplina, táctica de la legión y manejo hábil de la espada corta y ancha que habían adoptado de los españoles”.

El libro VII es una transición hacia la conclusión de la narración, centrándose en el Mesías, desde su llegada triunfal a Jerusalén el domingo de ramos.

En el libro VIII, Judá descubre la traición de Iras (“un hombre que se ahoga puede salvarse, pero es muy difícil para un hombre enamorado (…) si te he fingido simpatía y tanto tiempo he soportado tu odiosa presencia, ha sido sólo para servir a Messala”) y encuentra el amor de Esther. También se produce el milagro a través del que el mesías (“creía su poder tan inconmensurable como para refundir el mundo entero y convertirlo en una sola familia feliz”) cura de su enfermedad a la madre y la hermana de Ben-Hur (“mujer, tu fe es grande; cúmplase tu deseo”).


Se narra el apresamiento de Jesucristo (“¿por qué habéis venido a prenderme con palos y espadas como a un ladrón? Estuve entre vosotros todo el día en el templo y no levantasteis la mano contra mí”) y el desprecio del pueblo judío hacia el hijo de Dios (“El Nazareno nunca hizo mal a nadie; al contrario, había amado al pueblo; la mayor parte lo veía ahora por primera vez y, sin embargo, ¡qué contradicción!, lo llenaba de insultos y de improperios, y sentía piedad en cambio por los ladrones (…) Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”).

Así termina Wallace su novela:

Si, en Roma, alguno de mis lectores visita las catacumbas de San Calixto, que son anteriores a las de San Sebastián, verá para qué utilizó Ben-Hur sus bienes, y le quedará agradecido. De aquella vastísima tumba surgió el cristianismo, que acabo imponiéndose a los mismos cesares”.

La investigación que hizo Wallace para escribir su voluminosa novela le llevó a concluir que Jesús de Nazaret fue un personaje que existió realmente. Concuerda, así, con la tesis de Robert Graves, entre otros.


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