En 1968 James D Watson publicó su versión sobre los sucesos que rodearon el
descubrimiento de la estructura del ADN. El hallazgo tuvo lugar cuando él, un
norteamericano (demasiado brillante, según algunos) que trabajaba en Reino Unido, tenía 25 años. Su compañero de
fatigas, Francis Crick, es también
un visible protagonista de esa historia (“debe ser puesto a la altura de Rutherford o Bohr”).
El ‘villano’ es una mujer, Rosalind
Franklin (“por
supuesto, Rosy evitó enseñarnos directamente sus datos”).
La narración constituye un bonito
ejemplo de la competición en la que se basa la ciencia. En este caso compiten
el CalTech de Linus Pauling y el
Cavendish de Lawrence Bragg. En el
prólogo de la obra de Watson, escribe Bragg: “no es fácil estar seguro de que una nueva idea
crucial es propia o ha sido asimilada de modo no consciente en charlas con
otros”.
Hay dos ideas en el prefacio que
escribe el autor que me parecen esenciales:
1) La verdad debe ser simple y bella.
2) Los estilos que caracterizan a los
científicos varían tanto como las personalidades de los humanos.
La lectura del libro de Erwin Schrodinger (What is life?) fue importante para orientar los intereses de
Watson:
“El ADN debe proporcionar la clave para averiguar cómo determinan los genes el color de nuestro pelo, de nuestros ojos, de nuestra inteligencia y de nuestra capacidad para entretener a los demás”.
“El ADN debe proporcionar la clave para averiguar cómo determinan los genes el color de nuestro pelo, de nuestros ojos, de nuestra inteligencia y de nuestra capacidad para entretener a los demás”.
Watson comienza su andadura post-doctoral
en Dinamarca, pero recala en Londres, donde, desde el comienzo, se vincula a
Crick, personaje no demasiado querido por el director del Cavendish al
considerar que hablaba demasiado y que le encantaba polemizar por el mero hecho
de discutir. Físico de formación, Crick consideraba que debía existir un principio
biológico perfecto, igual que existía un principio cosmológico
perfecto, y que ese principio era la auto-replicación del gen.
Un momento álgido de la historia
contada por Watson es cuando cuelga una hoja de papel encima de la mesa de su
despacho con un mensaje simple:
ADN > ARN > Proteína.
“La idea de los genes inmortales olía bien”.
ADN > ARN > Proteína.
“La idea de los genes inmortales olía bien”.
Estaba muy preocupado ante la
posibilidad de que Pauling se les adelantase en hallar la estructura correcta
del ADN. De hecho, hubo un momento crítico en el que el científico de
California parecía haber encontrado la solución, pero enseguida se percataron
al otro lado del Atlántico de que había cometido un error de principiante: “el ácido nucleico
de Pauling no era en absoluto un ácido (…) Linus aún no había ganado su Nobel
(…) pero mofarse demasiado de su error podía ser fatal”.
En esos momentos de la carrera por
llegar a la meta, Watson decidió construir modelos de dos cadenas: “Francis tendría que
estar de acuerdo. Aunque fuese físico, sabía que los objetos biológicos importantes
se presentan en pares”.
Cuando estuvo claro que habían dado
con el secreto de la vida, Franklin aparcó todos sus recelos y admitió sin
reservas la veracidad del hallazgo, algo que sorprendió a Watson
extraordinariamente: “percibió el atractivo de los pares de bases y aceptó el
hecho de que la estructura era demasiado bella como para no ser cierta”.
Una vez desvelado el secreto, los
científicos se pusieron a preparar el artículo para ‘Nature’, aunque Watson seguía con sus accesos de paranoia pensando
que Linus todavía se les podía adelantar. Pidió que se mantuviese la reserva
sobre el descubrimiento, pero “Delbrück odiaba cualquier clase de secretismo en ciencia y
no quería mantener en suspenso a Pauling por más tiempo”.
En el epílogo, Watson le rinde un
homenaje a Franklin para atenuar las críticas que le dirige durante el grueso
de la obra: “llegamos
a apreciar su honestidad y generosidad personal, dándonos cuenta, demasiado
tarde, de la lucha que debe librar una mujer inteligente para ser aceptada por
un mundo científico que, a menudo, contempla a las mujeres como individuos
incapaces de pensar seriamente. El coraje y la integridad ejemplar de Rosalind
fue patente para todos nosotros cuando, sabiendo que estaba mortalmente
enferma, continuó adelante trabajando al máximo nivel hasta pocas semanas antes
de su muerte”.
Esta breve obra del científico que
contribuyó a desvelar el secreto de la vida es interesante, pero no
imprescindible. Se tiene la sensación, una vez más, de que el descubrimiento
científico es, más a menudo de lo que se piensa, accidental: “es raro que la
ciencia se desarrolle del modo lógico y directo que imaginan los legos”.
La historia contada por Watson coincide con la percepción de que las conexiones
entre piezas dispares de conocimiento a menudo facilitan el descubrimiento.
Pero también sustenta la idea de que saber mucho de ciencia no es lo mismo que
ser un científico.
Hay algo mágico en la labor del
investigador, igual que sucede, por ejemplo, con la del músico. Sus cerebros
cristalizan una idea o una melodía sin poder concretar cómo sucede exactamente.
Y resulta en una intuición que coincide, felizmente, con la verdad o con la
belleza.
Leí una vez que estos grandes científicos nunca hubieran dado con la estructura del ADN si no le hubieran robado a Franklin sus datos sobre la estructura de las proteínas. No sé si será verdad, pero eso dicen algunos.
ResponderEliminarAmbos los explican con cierto detalle. Es difícil de concluir algo claro, pero fuesen robados o no, Rosy iba bastante despistada aunque tuviera datos. Los datos no hablan por si solos.
ResponderEliminar