lunes, 28 de abril de 2014

Edward O Wilson escribe a un joven científico

Este naturalista norteamericano recoge una serie de recomendaciones dirigidas a jóvenes promesas de la ciencia en su libro ‘Cartas a un joven científico’. Se basa en sus propias experiencias, pero también se sirve de las vicarias. Recuerda a las ‘Reglas’ de Cajal, pero no demasiado.


Hay sobredosis de hormigas, su especialidad, pero eso solamente le resta algo de interés. En general, sus consejos pueden ser interesantes para cualquier rama de la ciencia.

Quizá lo que más me ha sorprendido, negativamente, es que se focaliza demasiado en recomendarle al joven que busque algo en lo que pueda destacar, independientemente del interés de ese algo para la ciencia en general. De hecho, recomienda encontrar algo en lo que apenas haya personas interesadas, porque así será más sencillo encontrar un hueco y convertirse en un referente internacional (“ve donde haya menos acción”).

La estrategia encaja mal con el interés de Wilson por extrapolar su investigación con hormigas al comportamiento humano. Un claro ejemplo que permite distinguir lo que es más o menos interesante o importante en ciencia. Las hormigas pueden ser fascinantes, pero los humanos tienen más interés en sí mismos.

El breve libro de este científico incluye bastantes referencias autobiográficas. Entre otras cosas, desvela que no hubo ningún antecedente con estudios universitarios en su propia familia. Subraya la pasión por lo que se hace y la imaginación (“es vital dar rienda suelta a la imaginación”), quitándole hierro al papel de las matemáticas para hacer ciencia de verdad.

Aprecio una ligera contradicción entre el estímulo de la fantasía y el consejo de centrarse en una sola cosa para conocerla en profundidad, puesto que la creatividad a menudo exige combinar conocimiento aparentemente dispar. De hecho, Wilson es un mal ejemplo de lo que predica.

Camina peligrosamente sobre una delgada línea cuando habla de evolución, a la que considera un hecho: “lo que todavía sigue siendo una teoría es que la evolución se dé de manera universal mediante la selección natural, la supervivencia diferencial y la reproducción exitosa de algunas combinaciones de rasgos hereditarios sobre otros en las poblaciones reproductoras”. Convendría recordar esta declaración con más frecuencia.

Me resultó particularmente interesante una cena que tuvo con el escritor Michael Crichton y en la que ambos discutieron sobre la posibilidad de reproducir la genial idea del novelista materializada en ‘Parque Jurásico’.

Considera que el científico ideal no tiene por qué ser demasiado inteligente (“con mucha frecuencia, la ambición y el espíritu emprendedor, combinados, vencen a la genialidad”), y, además, debe ser alguien que no se vaya de vacaciones. Por otro lado, “el proceso creativo surge, y germina durante un tiempo, en un cerebro solitario”. El trabajo en equipo no es la mejor manera de hacer ciencia. Por cierto, admite que la atención del científico “se desvía fácilmente”. Es, por tanto, despistado, hecho que, anecdóticamente, encaja mal con la hipótesis de que el control de la atención es importante para comprender la inteligencia humana.

Me han llamado la atención los datos sobre el cerebro de los insectos: “cada célula del cerebro de un insecto tiene en promedio muchas más conexiones con otras células que las de los vertebrados, lo que permite un aumento de la comunicación mediante menos centros de distribución de la información”.

Wilson acepta que la ciencia permite acercarse a la verdad “a veces rápido, a veces lentamente, pero siempre más cerca”. Esta visión se aleja del relativismo en el que a menudo caen los científicos para quedar bien ante la galería. Por supuesto que la ciencia persigue un conocimiento verdadero, busca la verdad en el sentido más estricto del término. Valiente.


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