Este naturalista norteamericano recoge una serie de
recomendaciones dirigidas a jóvenes promesas de la ciencia en su libro ‘Cartas a un joven científico’. Se basa en sus
propias experiencias, pero también se sirve de las vicarias. Recuerda a las ‘Reglas’ de Cajal, pero no demasiado.
Hay sobredosis de hormigas, su especialidad, pero eso
solamente le resta algo de interés. En general, sus consejos pueden ser
interesantes para cualquier rama de la ciencia.
Quizá lo que más me ha sorprendido, negativamente, es que se
focaliza demasiado en recomendarle al joven que busque algo en lo que pueda
destacar, independientemente del interés de ese algo para la ciencia en
general. De hecho, recomienda encontrar algo en lo que apenas haya personas
interesadas, porque así será más sencillo encontrar un hueco y convertirse en
un referente internacional (“ve donde haya menos acción”).
La estrategia encaja mal con el interés de Wilson por
extrapolar su investigación con hormigas al comportamiento humano. Un claro
ejemplo que permite distinguir lo que es más o menos interesante o importante
en ciencia. Las hormigas pueden ser fascinantes, pero los humanos tienen más
interés en sí mismos.
El breve libro de este científico incluye bastantes
referencias autobiográficas. Entre otras cosas, desvela que no hubo ningún
antecedente con estudios universitarios en su propia familia. Subraya la pasión
por lo que se hace y la imaginación (“es vital dar rienda suelta a la imaginación”),
quitándole hierro al papel de las matemáticas para hacer ciencia de verdad.
Aprecio una ligera contradicción entre el estímulo de la
fantasía y el consejo de centrarse en una sola cosa para conocerla en
profundidad, puesto que la creatividad a menudo exige combinar conocimiento
aparentemente dispar. De hecho, Wilson es un mal ejemplo de lo que predica.
Camina peligrosamente sobre una delgada línea cuando habla de
evolución, a la que considera un hecho: “lo que todavía sigue siendo una teoría es que la evolución
se dé de manera universal mediante la selección natural, la supervivencia
diferencial y la reproducción exitosa de algunas combinaciones de rasgos
hereditarios sobre otros en las poblaciones reproductoras”.
Convendría recordar esta declaración con más frecuencia.
Me resultó particularmente interesante una cena que tuvo con
el escritor Michael Crichton y en la
que ambos discutieron sobre la posibilidad de reproducir la genial idea del
novelista materializada en ‘Parque Jurásico’.
Considera que el científico ideal no tiene por qué ser
demasiado inteligente (“con mucha frecuencia, la ambición y el espíritu emprendedor,
combinados, vencen a la genialidad”), y, además, debe ser alguien
que no se vaya de vacaciones. Por otro lado, “el proceso creativo surge, y germina durante
un tiempo, en un cerebro solitario”. El trabajo en equipo no es la
mejor manera de hacer ciencia. Por cierto, admite que la atención del
científico “se
desvía fácilmente”. Es, por tanto, despistado, hecho que,
anecdóticamente, encaja mal con la hipótesis de que el control de la atención
es importante para comprender la inteligencia humana.
Me han llamado la atención los datos sobre el cerebro de los
insectos: “cada
célula del cerebro de un insecto tiene en promedio muchas más conexiones con
otras células que las de los vertebrados, lo que permite un aumento de la
comunicación mediante menos centros de distribución de la información”.
Wilson acepta que la ciencia permite acercarse a la verdad “a veces rápido, a
veces lentamente, pero siempre más cerca”. Esta visión se aleja del
relativismo en el que a menudo caen los científicos para quedar bien ante la
galería. Por supuesto que la ciencia persigue un conocimiento verdadero, busca
la verdad en el sentido más estricto del término. Valiente.
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