viernes, 14 de marzo de 2014

Mitomanía –por Jesús Mª Gallego

Caminaba en compañía de mi hijo de once años por este nuevo Madrid primaveral rearmado de terrazas cuando, con un tono que transmitía cierta agitación, Diego me conminó a reparar en la presencia de cierto personaje más o menos famoso apaciblemente instalado en una de ellas.

¿Lo has visto?, está ahí, es él me dijo.
¿Y? le contesté.
Pues que tendríamos que pedirle un autógrafo o hacernos una foto con él, es famoso.

Supongo que le contesté que preferiría morir lapidado en una plaza pública o descuartizado por mastines hambrientos o abducido por hostiles visitantes extragalácticos antes de interrumpir a ese respetable ciudadano para proponerle que abandonara por unos instantes su conversación y su cerveza con el fin de inmortalizarse junto a mi vástago mediante una instantánea perpetrada por mi teléfono móvil. El asunto quedó zanjado apretando el paso y procurando no mirar en dirección al personaje.

Es frecuente el arrebato de mitomanía en la infancia y casi unánime en la adolescencia, pero me gustaría poder clasificarla como uno de esos desajustes emocionales transitorios que el paso del tiempo erradica y que se compadece mal con la plenitud de la edad adulta. Pero resulta que no, resulta que estamos rodeados de presuntos adultos que se dirigen armados de bolígrafo a un futbolista tatuado para que estampe un “parayolandaconcariño” en una servilleta de papel.  A mí me cuesta entenderlo. Tal vez me falte perspectiva, quizás el problema es que no soy capaz de vislumbrar el esplendor potencial que encierra la posibilidad de aseverar dentro de veinte años: en este papel Sergio Ramos escribió algo en algún momento.

Convengo en que no podemos ubicar todas las pulsiones mitomaníacas en una misma escala cualitativa: estoy más inclinado a aceptar como valioso un libro dedicado por Thomas Bernhard que una foto de móvil con un espécimen de Gran Hermano; o un autógrafo de un jugador del Atlético de Madrid frente a otro de uno del Real Madrid (imagino que espléndidamente caligrafiado el primero y descuidadamente garabateado el segundo). Hay escalas.

Pero también hay manifestaciones de la mitomanía más sofisticadas y más enriquecedoras. He disfrutado mucho en las últimas semanas con “Tumbas de poetas y pensadores”, un libro del gran Cees Nooteboom que recomiendo vivamente. Nooteboom recorrió el mundo en compañía de la fotógrafa Simone Sassen embarcado en un magnífico proyecto mitomaníaco: fotografiar las tumbas de sus escritores predilectos. Combinaron objetivos asequibles como las tumbas de Proust o de Oscar Wilde en el cementerio de Père Lachaise de París, que son centro de peregrinación para mitómanos de todo el mundo con empresas más difíciles, como la pesquisa para dar con la tumba de Joseph Roth o la ascensión a la montaña de Vailima en Samoa para fotografiar la sepultura de Robert Louis Stevenson. Junto a cada foto Nooteboom incluye textos propios o fragmentos del escritor de referencia, siempre con un fuerte componente poético y casi siempre girando en torno a las ideas de fugacidad y pérdida. Es un libro emotivo y bello. E intachable como manifestación mitomaníaca de perfil alto porque descarta el más indeseable de los defectos asociados al ejercicio de la mitomanía: el contacto directo con el personaje célebre, la interactuación con el individuo de carne y hueso, la posibilidad de importunarlo, el riesgo de constatar que se trata de un ser antipático y vulgar, un sujeto que no merece mancillar la blancura de nuestra servilleta de papel con su garabato inmundo.


Me apetece terminar estas turbias divagaciones recordando un episodio mitomaníaco que implica al propietario de este blog y a este turbio divagador. El dos de junio de 1985 vimos a Borges.

Jorge Luis Borges firmaba libros en El Retiro. Allá nos fuimos con todo el entusiasmo del mundo. Yo llevaba, para que me firmara, su “Nueva antología personal” y supongo que RC llevaba El Hobbit (total, era ciego), pero nuestra decepción fue considerable porque la cola de mitómanos no tenía fin y por megafonía ya andaban diciendo que Borges era muy mayor y no podría firmar muchos libros creo que en aquel momento no lo sabíamos, al menos yo, pero solo le quedaba un año y doce días de vida.

Comprendimos que Borges no nos firmaría nuestros libros. Abandonamos nuestro sitio en la cola y nos acercamos a la mesa donde ese hombre ciego de 85 años transmitía claros síntomas de cansancio. Nos quedamos un rato mirándolo. Aquel día estuvimos a dos metros de Borges. Aquel día vimos a Borges.


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