Caminaba en compañía de mi hijo
de once años por este nuevo Madrid primaveral rearmado de terrazas cuando, con
un tono que transmitía cierta agitación, Diego me conminó a reparar en la
presencia de cierto personaje más o menos famoso apaciblemente instalado en una
de ellas.
−¿Lo has visto?, está ahí, es él− me dijo.
−¿Y? − le contesté.
−Pues que tendríamos que pedirle un
autógrafo o hacernos una foto con él, es famoso.
Supongo que le contesté que
preferiría morir lapidado en una plaza pública o descuartizado por mastines
hambrientos o abducido por hostiles visitantes extragalácticos antes de
interrumpir a ese respetable ciudadano para proponerle que abandonara por unos
instantes su conversación y su cerveza con el fin de inmortalizarse junto a mi
vástago mediante una instantánea perpetrada por mi teléfono móvil. El asunto
quedó zanjado apretando el paso y procurando no mirar en dirección al personaje.
Es frecuente el arrebato de
mitomanía en la infancia y casi unánime en la adolescencia, pero me gustaría
poder clasificarla como uno de esos desajustes emocionales transitorios que el
paso del tiempo erradica y que se compadece mal con la plenitud de la edad
adulta. Pero resulta que no, resulta que estamos rodeados de presuntos adultos
que se dirigen armados de bolígrafo a un futbolista tatuado para que estampe un
“parayolandaconcariño”
en una servilleta de papel. A mí me
cuesta entenderlo. Tal vez me falte perspectiva, quizás el problema es que no
soy capaz de vislumbrar el esplendor potencial que encierra la posibilidad de
aseverar dentro de veinte años: en este papel Sergio
Ramos escribió algo en algún momento.
Convengo en que no podemos ubicar
todas las pulsiones mitomaníacas en una misma escala cualitativa: estoy más
inclinado a aceptar como valioso un libro dedicado por Thomas Bernhard que una foto de móvil con un espécimen de Gran
Hermano; o un autógrafo de un jugador del Atlético de Madrid frente a otro de
uno del Real Madrid (imagino que espléndidamente caligrafiado el primero y
descuidadamente garabateado el segundo). Hay escalas.
Pero también hay manifestaciones
de la mitomanía más sofisticadas y más enriquecedoras. He disfrutado mucho en
las últimas semanas con “Tumbas de
poetas y pensadores”, un libro del gran Cees Nooteboom que recomiendo vivamente. Nooteboom recorrió el
mundo en compañía de la fotógrafa Simone
Sassen embarcado en un magnífico proyecto mitomaníaco: fotografiar las
tumbas de sus escritores predilectos. Combinaron objetivos asequibles −como
las tumbas de Proust o de Oscar Wilde en el cementerio de Père Lachaise de París, que son centro
de peregrinación para mitómanos de todo el mundo− con
empresas más difíciles, como la pesquisa para dar con la tumba de Joseph Roth o la ascensión a la montaña
de Vailima en Samoa para fotografiar la sepultura de Robert Louis Stevenson. Junto a cada foto Nooteboom incluye textos
propios o fragmentos del escritor de referencia, siempre con un fuerte
componente poético y casi siempre girando en torno a las ideas de fugacidad y
pérdida. Es un libro emotivo y bello. E intachable como manifestación
mitomaníaca de perfil alto porque descarta el más
indeseable de los defectos asociados al ejercicio de la mitomanía: el contacto
directo con el personaje célebre, la interactuación con el individuo de carne y
hueso, la posibilidad de importunarlo, el riesgo de constatar que se trata de
un ser antipático y vulgar, un sujeto que no merece mancillar la blancura de
nuestra servilleta de papel con su garabato inmundo.
Me apetece terminar estas turbias
divagaciones recordando un episodio mitomaníaco que implica al propietario de
este blog y a este turbio divagador. El
dos de junio de 1985 vimos a Borges.
Jorge Luis Borges firmaba libros
en El Retiro. Allá nos fuimos con todo el entusiasmo del mundo. Yo llevaba,
para que me firmara, su “Nueva antología
personal” y supongo que RC llevaba El
Hobbit (total, era ciego), pero nuestra decepción fue considerable porque
la cola de mitómanos no tenía fin y por megafonía ya andaban diciendo que
Borges era muy mayor y no podría firmar muchos libros −creo que en
aquel momento no lo sabíamos, al menos yo, pero solo le quedaba un año y doce
días de vida−.
Comprendimos que Borges no nos
firmaría nuestros libros. Abandonamos nuestro sitio en la cola y nos acercamos
a la mesa donde ese hombre ciego de 85 años transmitía claros síntomas de
cansancio. Nos quedamos un rato mirándolo. Aquel día estuvimos a dos metros de
Borges. Aquel día vimos a Borges.
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