Umberto Eco publicó
esta novela en 1980. El franciscano Guillermo
de Baskerville, junto a su discípulo Adso
de Melk, acude a una abadía del norte de Italia para celebrar un encuentro
en el que se debatirá sobre si la Iglesia debe ser pobre o la opulencia es adecuada.
Un tema de rabiosa actualidad, ¿verdad?
Nada más llegar, el Abad le hace saber a
Guillermo que se ha producido un desgraciado suceso, un supuesto asesinato a
manos del maligno, y le ruega que investigue para averiguar qué ha ocurrido (su
fama de agudo inquisidor le precede). El franciscano se aplica a la tarea y
pronto deduce que sea lo que sea que haya que descubrir, la cosa pasa por la
famosa biblioteca del monasterio ("nuestra biblioteca no es igual a las otras ... se construyó
según un plano que ha permanecido oculto durante siglos ... es un gran laberinto,
signo del laberinto que es el mundo. Cuando entras en ella no sabes si saldrás").
A medida que transcurren las horas que dictan
el pulso vital del monasterio (maitines
-entre las 2.30 y las 3 de la madrugada-, laudes
-entre las 5 y las 6 de la mañana-, prima
-hacia las 7.30-, tercia -hacia las
9-, sexta -mediodía-, nona -entre las 2 y las 3 de la tarde-, vísperas -hacia las 4.30 de la tarde- y completas -hacia las 6 de la tarde, una
hora antes de que los monjes se vayan al catre) se van produciendo más hechos
que disipan las dudas sobre la cruda realidad de que alguien está asesinando a
miembros de la congregación. La biblioteca es, cada vez con mayor intensidad,
el lugar por el que se filtran todos los datos relevantes de las pesquisas
("debemos
descubrir desde fuera el modo de describir el Edificio tal como es por dentro").
La galería de personajes que circulan por las
páginas de la novela es, por lo menos, llamativa. Los latinajos a los que
recurre Eco son irritantes.
Las pistas van
cristalizando sobre un libro (el segundo libro de la Poética) supuestamente
perdido de Aristóteles en el que escribe sobre la risa ("cuando se mata por
un libro, el asesino ha de ser alguien empeñado en reservar para sí sus
secretos") y del finis Africae, un lugar especial (y
oculto) de la biblioteca. En sus doctas discusiones con Guillermo concluye Jorge de Burgos: "la risa sacude el
cuerpo, deforma los rasgos de la cara, hace que el hombre parezca un mono ... fomenta
la duda".
Guillermo
logra descubrir que la biblioteca está distribuida a imagen del orbe terráqueo
y que los cadáveres, que van mostrándose ciñéndose a las profecías del
Apocalipsis, presentan una curiosa mancha negra en un dedo y en la lengua. El
autor de la novela aporta dos pistas bastante antes de descubrir al autor y a
la causa de los trágicos hechos. Por un lado, el boticario le revela al
franciscano que perdió años atrás un potente veneno, y, por otro, presenta una
escena en la que uno de los monjes usa su lengua para mojarse un dedo y poder
pasar las hojas de un antiguo libro.
Una vez se
produce el triste encuentro entre la congregación franciscana y los delegados
del Papa para debatir sobre la pobreza de Cristo (en la que el inquisidor Bernardo Gui adquiere un triste protagonismo)
Guillermo y Adso logran atravesar la puerta del Finis Africae y encontrar al
autor de los crímenes junto a la obra del filósofo griego. En su intento de
mantener el secreto, prende fuego a la valiosa Biblioteca y nada se puede hacer
para salvara ("ahora sello lo que no debía ser dicho, lo sello
convirtiéndome en su tumba").
Hacia el
final de la novela, Baskerville le regala a su discípulo algunas valiosas lecciones:
"huye de los
profetas y de los que están dispuestos a morir por la verdad, porque suelen
provocar también la muerte de muchos otros, a menudo antes que la propia, y a veces
en lugar de la propia...
he sido un testarudo, he
perseguido un simulacro de orden, cuando debía saber muy bien que no existe
orden en el universo...
el orden que imagina nuestra mente
es como una red, o una escalera, que se construye para llegar hasta algo. Pero
después hay que arrojar la escalera, porque se descubre que, aunque haya
servido, carecía de sentido...
las únicas verdades que sirven son
instrumentos que luego hay que tirar".
El relato es
narrado por Adso en su vejez desde su abadía de Alemania. Un relato que, al
igual que en otras novelas del escritor italiano, aunque en esta ocasión con
menor intensidad, se podría prescindir de un fragmento no pequeño del texto.
Algo que hace con determinación la película que dirigió el francés Jean-Jacques Annaud, bastante más resolutiva
que la novela.
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