Recuerdo el final de la película
dirigida por Mel Gibson (Apocalypto) en la que se hace coincidir
un baño de sangre de los sacerdotes aborígenes en una de sus pirámides, con la
llegada de los conquistadores españoles a la costa. No es que con los Spaniards se le revelase la civilización
a aquel lugar del planeta. Nada de eso. Ellos poseían una rica cultura, aunque con
ingredientes mágicos bastante destructivos basados en el sacrificio de humanos
para, se pensaba, agradar a los dioses.
Se ha escrito mucho sobre el
significado de esa profecía terminal, lo que quizá sea síntoma de que esa
posibilidad despertaba un sustancial morbo entre los ciudadanos. Los mayas no
fueron una simple tribu primitiva, sino que disponían de una tecnología
avanzada, demostrada a través del diseño y construcción de complejos urbanos.
Quizá por eso se ha mirado sin condescendencia a lo que dijeron con respecto a
lo que podría suceder en 2012.
Sigmund
Freud
especuló sobre un presunto instinto de muerte. El ser humano quiere vivir,
naturalmente, pero también coquetea con la muerte. En cierto modo vivir resulta
agotador y, a veces, inconscientemente, se hacen cosas que nos colocan en una
situación de probable pérdida de la vida.
El atractivo desatado por la profecía
maya del fin del mundo pudiera tener alguna relación con ese instinto discutido
por el médico vienés. A lo mejor no nos parecía del todo mal que por fin se
cumpliese alguna de las profecías apocalípticas que ya se han vivido en el
pasado, y, todos a una, como los habitantes de Fuenteovejuna, dejásemos este mundo.
Aparcando esos filtreos con la extinción
en masa, seguimos aquí al píe del cañón abrazando el consejo de Woody Allen, trabajando a destajo para
evitar pensar demasiado en verdades incómodas. No son pocos los individuos a
quienes les parece impropio enzarzarnos en discusiones y peleas supuestamente
estériles, pero es algo inevitable.
El conflicto se encuentra
asociado a la negociación. El yin y el yang son inseparables. El blanco cobra sentido
ante la presencia del negro. El villano existe porque debe combatir la bondad.
Disfrutemos de la belleza pero no,
como decía cansinamente aquel locutor de radio, porque sea lo único que merece
la pena en este asqueroso mundo, sino porque esa belleza puede encontrarse y
descubrirse en los sucesos y lugares más insospechados. Esa sensación no tiene
precio y hace que merezca la pena seguir por estos lares, ¿no creen?
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