Mi progenitora tiene por costumbre soltar,
de cuando en cuando, algunas perlas que dejan a su audiencia ‘colocada’.
Estábamos charlando inocentemente sobre
la festividad de ‘todos los santos’, de un tiempo a esta parte convertida en Halloween bajo el influjo publicitario
y comercial norteamericano.
La conversación derivó hacia la
tradición universal de visitar a los caídos en sus lugares de reposo eterno, o
sea, lo que viene siendo un cementerio. En distintas culturas existen distintas
estrategias para alcanzar el mismo objetivo: rendir
homenaje a quienes nos precedieron (de cerca) en el transcurso de la historia.
En Iberia se visita el cementerio
donde reposan los familiares, y, en compañía de los vecinos vivos del lugar, se
ponen en práctica una serie de oraciones que se supone ayudarán a que las almas
sean redimidas y pasen a mejor vida después de la muerte.
Quienes todavía están en este mundo
practican rituales para echarles un cable a los que están en el otro, para que,
definitivamente, descansen en paz y nos esperen con los brazos abiertos para
disfrutar de la anhelada, y mucho más relajada, vida eterna.
En pleno intercambio de impresiones,
ella, echando mano del tiempo pasado en este mundo, subrayaba que algunos de
sus conocidos, incluyendo familiares, le reprochaban que siguiera esas
tradiciones pasadas de moda, trasnochadas, jurásicas.
Su propia hermana le recordaba,
siempre que tenía oportunidad (y éstas son unas fechas particularmente
propicias) que, en el modernísimo mundo actual, resultaba medieval continuar
una tradición que hasta el más pintado reconocía que era una simple superchería
sin sentido, de gente inculta, de ciudadanos que se negaban a evolucionar y a abrazar
el renovado testamento basado en los avances de la ciencia.
Reconociendo que resultaba inviable
recurrir a argumentos convincentes se descolgó con una frase que nos dejó
mudos:
“Yo
así me lo encontré y así lo dejo”
Es una persona que ya tiene una
cierta edad y alguien que ha mostrado una notable tendencia a respetar las tradiciones de su pueblo. Quizá no pueda
explicar por qué o justificar sus actitudes y sus acciones como suele ser del
gusto de quienes disfrutan de la discusión por el mero hecho de hacerlo (y ganar
dejando sin argumentos al supuesto contrincante).
Pero ella tiene claro que es
perfectamente posible que la tradición tenga algún sentido. Dedicarle 15
minutos de tu vida a compartir con tus vecinos un responso frente a los lugares
de descanso de tus seres queridos, de tus ancestros, de quienes estuvieron aquí
antes que tu, no es particularmente doloroso. De hecho, puede ser personalmente muy reconfortante.
Es una larga tradición que ella se
encontró cuando llegó a este mundo y no ve convincentes los argumentos para
dejar de hacerlo antes de abandonarlo. Para mi es un ejemplo más, y hay muchos,
de la sabiduría de las gentes que los urbanitas consideramos primitivos,
prehistóricos, repletos de prejuicios irracionales. Como si nosotros no
tuviéramos un enorme puñado de eso.
El caso es que es rarísimo que los
jóvenes, y, lo que es más chocante, gente de mi generación (los representantes del
baby boom) rindan un homenaje anual a
sus antepasados acudiendo a los cementerios el 1 de noviembre. La mayoría de
mis amigos y compañeros de cohorte jamás pasan por un cementerio. Jamás. Reconozco
que yo tampoco. Es como si tuviéramos pánico.
Lo que si se hace religiosamente es
acudir a un chino para adquirir unas indumentarias estrafalarias que parecen
sacadas del famoso video del caído Michael
Jackson. Y se maquillan, se maquillan muchísimo, para parecerse a los zombis
que rodeaban al cantante. Seguro que es divertido y ayuda a olvidar, a atenuar
el pánico al vacío.
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