Desde el año 2006 llevo a cabo el programa específico para el tratamiento de agresores
sexuales en la prisión en la que trabajo. Actualmente realizo la cuarta
edición de este programa. Cada una ha tenido una duración aproximada de año y
medio.
Este programa consiste en un paquete de
intervenciones psicoeducativas que se aplica en grupo. Es
un programa con un planteamiento principalmente cognitivo-conductual orientado
a la prevención de recaídas. Esto significa que se interviene sobre los
pensamientos, emociones y conductas de los agresores, con la intención de
enseñarles a comprender mejor su comportamiento abusivo, y a detectar y
afrontar los factores que en el futuro podrían llevarles a recaer.
Por lo tanto, el
objetivo principal es reducir la reincidencia.
La mayoría de los programas que se
desarrollan en las prisiones del mundo tienen unos contenidos similares. En el
caso del programa español los módulos que componen el programa son:
1. Análisis de
la historia personal.
2. Conciencia
emocional.
3. Introducción
al comportamiento violento.
4. Introducción
a las distorsiones cognitivas.
5. Mecanismos
de defensa.
6. Empatía con
la víctima.
7. Distorsiones
cognitivas.
8. Estilo de
vida positivo.
9. Educación
sexual.
10. Modificación
del impulso sexual.
11. Prevención
de recaídas.
La mayoría de estos programas tienen unos
contenidos muy similares, y, por tanto, la intervención
que se realiza en España está en la línea de los programas que se desarrollan
en los sistemas penitenciarios más avanzados del mundo.
En el 2007 publiqué un artículo en el que
revisaba este programa y concluía que se trata de un programa útil y afianzado
en la literatura científica sobre agresión sexual.
Herrero, O. (2007). El tratamiento de los agresores sexuales en prisión:
Promesas y dificultades de una intervención necesaria. Anuario de Psicología Jurídica, 17, 43-63.
Sigo pensando lo primero, de hecho soy un
firme defensor de este tipo de programas, aunque actualmente no diría lo
segundo. Es un programa efectivo a la hora de reducir
las tasas empíricas de reincidencia sexual. Pero los contenidos de estos
programas abordan constructos psicológicos que racionalmente, o desde la
intuición clínica, estarían vinculados con la agresión sexual, pero cuya
relación empírica no está establecida.
Dos son los casos más claros: distorsiones
cognitivas y empatía.
El término “distorsión cognitiva”,
que tiene su origen en el campo de la depresión, se utilizó para denominar a
las racionalizaciones a posteriori de
los abusadores de menores para justificar su conducta abusiva. Se trata de
pensamientos que definen el abuso de un menor como una relación consentida,
como una forma de educación sexual, o que defienden que un menor tiene
capacidad para decidir tener sexo con un adulto libremente.
Posteriormente el concepto ha derivado hacia
definiciones más amplias que entienden que estas distorsiones no son únicamente
racionalizaciones posteriores sino que también tienen lugar antes de la
agresión (y tienen, por lo tanto, valor causal), y de simples justificaciones
han pasado a ser considerados esquemas y creencias profundas.
También se ha generalizado su uso no
solamente a los abusadores de menores, sino a los agresores de adultos. Sobre
todo en los manuales clínicos, este concepto se ha ligado a los errores de
pensamiento y las ideas irracionales propuestas por Beck y Ellis. Una tentativa de definición aglutinadora podría ser
que se trata de aquellos pensamientos que justifican, minimizan o racionalizan
una agresión sexual.
La intervención cognitiva sobre estos
pensamientos es uno de los pilares de cualquier programa para agresores
sexuales. De hecho, su modificación es uno de los elementos más valorados a la
hora de evaluar el grado de efectividad del tratamiento. Al menos el programa que se desarrolla en España tiene un
fuerte contenido cognitivo.
Pese a esto, la
evidencia empírica de que los agresores sexuales presenten este tipo de
pensamientos es, en el mejor de los casos, escasa. Lo mismo ocurre con
la evidencia que apoye el valor causal de estos pensamientos en la agresión y
su valor como factor de riesgo de reincidencia. La falta de una definición
clara del término contribuye seguramente a esto.
Cualquiera que trabaje con agresores sexuales
se extrañará de esta afirmación. La experiencia clínica no deja duda acerca de
la presencia de justificaciones, racionalizaciones y negaciones de la agresión.
Lo que no podemos decir con certeza es si esos
pensamientos estaban presentes antes y durante la agresión sexual, o si
son recursos generados a posteriori
para intentar descargar sentimientos de culpa. Tampoco podemos decir si estas
ideas son pensamientos aislados, centrados en los hechos concretos que rodean
la agresión, o si se tratan de esquemas y creencias profundas que se generalizan
de una situación a otra. Tampoco sabemos si modificar
estos pensamientos tiene un valor clínico real a la hora de evaluar los avances
en el programa.
Como señalaban Ward,
Polasheck y Beech en 2005, "actualmente tenemos poca evidencia de que cualquier
intervención sobre las distorsiones cognitivas sea efectiva (o inefectiva) a la
hora de reducir el riesgo, a pesar de su amplia inclusión en los programas de
tratamiento de agresores sexuales".
El caso de la empatía es igual o incluso más engorroso. En el campo de la
agresión sexual, la capacidad de empatizar implica ser consciente de que otra
persona ha sido dañada, y de ser capaz de desarrollar sentimientos de
preocupación y compasión hacia esa persona. El problema viene a la hora de
profundizar en el concepto.
¿Es la empatía un rasgo y podemos por lo
tanto clasificar a los agresores en base al nivel en el que lo expresan?
¿Es un proceso cognitivo de mera toma de
perspectiva o también ha de incluir contagio emocional?
¿Sentir pena o compasión por alguien es ser
empático o es un proceso diferente?
¿Los déficit en empatía son globales y
estables?
La literatura empírica no ha podido
determinar con claridad si los déficit en empatía de los agresores son
generalizados o si realmente se restringen a sus víctimas concretas. De hecho, la idea de un déficit generalizado ha perdido mucha fuerza.
Pero esto choca frontalmente con la importancia que se da a este concepto en
los programas de intervención. Quienes trabajamos directamente con esta
población sabemos que generalmente los agresores
intentan erradicar los pensamientos acerca de sus víctimas. En algunos
casos esta fase del programa les resulta dolorosa y provoca en ellos reacciones
emocionales intensas. En otros casos se aborda desde la racionalidad más fría.
La efectividad de estos programas
está apoyada por meta-análisis que incluyen miles de casos y años de
seguimiento.
Las tasas de reincidencia pueden reducirse por término medio a la mitad tras
una intervención adecuada. Algo estamos haciendo bien.
Pero asistimos a un caso más de
divorcio entre el mundo aplicado y el de la investigación. Una parte
importante de las publicaciones sobre este campo se centran actualmente en la
evaluación del riesgo. Quizás sea preciso apuntalar con datos empíricos unas
teorías que se emplean a la hora de tomar decisiones en el mundo real y que se
beneficiarían de una investigación básica sólida.
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