viernes, 12 de octubre de 2012

El tratamiento psicológico de los agresores sexuales --por Óscar Herrero Mejías


Desde el año 2006 llevo a cabo el programa específico para el tratamiento de agresores sexuales en la prisión en la que trabajo. Actualmente realizo la cuarta edición de este programa. Cada una ha tenido una duración aproximada de año y medio.

Este programa consiste en un paquete de intervenciones psicoeducativas que se aplica en grupo. Es un programa con un planteamiento principalmente cognitivo-conductual orientado a la prevención de recaídas. Esto significa que se interviene sobre los pensamientos, emociones y conductas de los agresores, con la intención de enseñarles a comprender mejor su comportamiento abusivo, y a detectar y afrontar los factores que en el futuro podrían llevarles a recaer.

Por lo tanto, el objetivo principal es reducir la reincidencia.

La mayoría de los programas que se desarrollan en las prisiones del mundo tienen unos contenidos similares. En el caso del programa español los módulos que componen el programa son:

1.      Análisis de la historia personal.
2.      Conciencia emocional.
3.      Introducción al comportamiento violento.
4.      Introducción a las distorsiones cognitivas.
5.      Mecanismos de defensa.
6.      Empatía con la víctima.
7.      Distorsiones cognitivas.
8.      Estilo de vida positivo.
9.      Educación sexual.
10. Modificación del impulso sexual.
11. Prevención de recaídas.

La mayoría de estos programas tienen unos contenidos muy similares, y, por tanto, la intervención que se realiza en España está en la línea de los programas que se desarrollan en los sistemas penitenciarios más avanzados del mundo.

En el 2007 publiqué un artículo en el que revisaba este programa y concluía que se trata de un programa útil y afianzado en la literatura científica sobre agresión sexual.

Herrero, O. (2007). El tratamiento de los agresores sexuales en prisión: Promesas y dificultades de una intervención necesaria. Anuario de Psicología Jurídica, 17, 43-63.

Sigo pensando lo primero, de hecho soy un firme defensor de este tipo de programas, aunque actualmente no diría lo segundo. Es un programa efectivo a la hora de reducir las tasas empíricas de reincidencia sexual. Pero los contenidos de estos programas abordan constructos psicológicos que racionalmente, o desde la intuición clínica, estarían vinculados con la agresión sexual, pero cuya relación empírica no está establecida.

Dos son los casos más claros: distorsiones cognitivas y empatía.

El término “distorsión cognitiva”, que tiene su origen en el campo de la depresión, se utilizó para denominar a las racionalizaciones a posteriori de los abusadores de menores para justificar su conducta abusiva. Se trata de pensamientos que definen el abuso de un menor como una relación consentida, como una forma de educación sexual, o que defienden que un menor tiene capacidad para decidir tener sexo con un adulto libremente.

Posteriormente el concepto ha derivado hacia definiciones más amplias que entienden que estas distorsiones no son únicamente racionalizaciones posteriores sino que también tienen lugar antes de la agresión (y tienen, por lo tanto, valor causal), y de simples justificaciones han pasado a ser considerados esquemas y creencias profundas.

También se ha generalizado su uso no solamente a los abusadores de menores, sino a los agresores de adultos. Sobre todo en los manuales clínicos, este concepto se ha ligado a los errores de pensamiento y las ideas irracionales propuestas por Beck y Ellis. Una tentativa de definición aglutinadora podría ser que se trata de aquellos pensamientos que justifican, minimizan o racionalizan una agresión sexual.

La intervención cognitiva sobre estos pensamientos es uno de los pilares de cualquier programa para agresores sexuales. De hecho, su modificación es uno de los elementos más valorados a la hora de evaluar el grado de efectividad del tratamiento. Al menos el programa que se desarrolla en España tiene un fuerte contenido cognitivo.

Pese a esto, la evidencia empírica de que los agresores sexuales presenten este tipo de pensamientos es, en el mejor de los casos, escasa. Lo mismo ocurre con la evidencia que apoye el valor causal de estos pensamientos en la agresión y su valor como factor de riesgo de reincidencia. La falta de una definición clara del término contribuye seguramente a esto.

Cualquiera que trabaje con agresores sexuales se extrañará de esta afirmación. La experiencia clínica no deja duda acerca de la presencia de justificaciones, racionalizaciones y negaciones de la agresión. Lo que no podemos decir con certeza es si esos pensamientos estaban presentes antes y durante la agresión sexual, o si son recursos generados a posteriori para intentar descargar sentimientos de culpa. Tampoco podemos decir si estas ideas son pensamientos aislados, centrados en los hechos concretos que rodean la agresión, o si se tratan de esquemas y creencias profundas que se generalizan de una situación a otra. Tampoco sabemos si modificar estos pensamientos tiene un valor clínico real a la hora de evaluar los avances en el programa.


Como señalaban Ward, Polasheck y Beech en 2005, "actualmente tenemos poca evidencia de que cualquier intervención sobre las distorsiones cognitivas sea efectiva (o inefectiva) a la hora de reducir el riesgo, a pesar de su amplia inclusión en los programas de tratamiento de agresores sexuales".

El caso de la empatía es igual o incluso más engorroso. En el campo de la agresión sexual, la capacidad de empatizar implica ser consciente de que otra persona ha sido dañada, y de ser capaz de desarrollar sentimientos de preocupación y compasión hacia esa persona. El problema viene a la hora de profundizar en el concepto.

¿Es la empatía un rasgo y podemos por lo tanto clasificar a los agresores en base al nivel en el que lo expresan?
¿Es un proceso cognitivo de mera toma de perspectiva o también ha de incluir contagio emocional?
¿Sentir pena o compasión por alguien es ser empático o es un proceso diferente?
¿Los déficit en empatía son globales y estables?

La literatura empírica no ha podido determinar con claridad si los déficit en empatía de los agresores son generalizados o si realmente se restringen a sus víctimas concretas. De hecho, la idea de un déficit generalizado ha perdido mucha fuerza. Pero esto choca frontalmente con la importancia que se da a este concepto en los programas de intervención. Quienes trabajamos directamente con esta población sabemos que generalmente los agresores intentan erradicar los pensamientos acerca de sus víctimas. En algunos casos esta fase del programa les resulta dolorosa y provoca en ellos reacciones emocionales intensas. En otros casos se aborda desde la racionalidad más fría.

La efectividad de estos programas está apoyada por meta-análisis que incluyen miles de casos y años de seguimiento. Las tasas de reincidencia pueden reducirse por término medio a la mitad tras una intervención adecuada. Algo estamos haciendo bien.

Pero asistimos a un caso más de divorcio entre el mundo aplicado y el de la investigación. Una parte importante de las publicaciones sobre este campo se centran actualmente en la evaluación del riesgo. Quizás sea preciso apuntalar con datos empíricos unas teorías que se emplean a la hora de tomar decisiones en el mundo real y que se beneficiarían de una investigación básica sólida.

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