La novela de Geneviève Chauvel sobre Saladino
es aburrida, incluso soporífera. A pesar de que la historia de este personaje
posee los ingredientes para resultar trepidante, el modo de diario, de
bitácora, con el que Chauvel decide conducir el relato hace perder fuerza al
producto final.
A la descripción de los denodados
esfuerzos de Saladino por unificar a los pueblos musulmanes para expulsar a los
infieles cristianos de Palestina
(Tierra Santa) se unen los pensamientos personales del gran guerrero kurdo.
Aunque en la primera parte de su vida
estuvo más interesado en la religión y en la vida mística que en los asuntos bélicos,
las circunstancias le precipitaron a una batalla sin cuartel durante 30 años
para lograr su principal meta: volver a poseer
Jerusalén, la ciudad santa de las tres religiones.
Desde Siria, Saladino conquista el
Egipto de los ismaelitas, convirtiéndose en el sultán del califa abasí seguidor
de la doctrina sufí. Lucha para que las divisiones del Islam, basadas en los
poderes locales y en las distintas interpretaciones del Corán, puedan superarse
apelando a la necesidad de unidad para combatir al invasor.
Muere relativamente joven, a los 55 años
de edad, habiendo logrado sus objetivos militares y estratégicos, pero nunca dejó de mortificarse por el carácter fugaz de sus
éxitos unificadores. Siempre supo que todo giraba en torno a su persona,
y que, en su ausencia, las divisiones volverían a manifestarse con toda su
virulencia debilitando al Islam, y, por tanto, a los intereses de Alá.
En su lecho de muerte le confiesa a
su madre:
“los hombres no deben seguir ya batiéndose.
No
hay más que un Dios.
Alá,
el Dios de los cristianos y el de los judíos son el mismo Dios.
Existieron
Abraham, Moisés, Jesús, luego Mahoma, y no hay más que una religión, la de este
Único Dios.
Esta
es la Verdad (…)
Veo
descomponerse mi imperio y a mi pueblo oprimido por otros invasores, mi pueblo
que va a encerrarse en sus divisiones en vez de unirse.
¿Recodarán
que yo los agrupé en un solo y magnífico ejército para vencer a los enemigos
del Islam y liberar nuestras mezquitas santas?”.
Para quienes conocen el mundo
islámico no es sorprendente, pero vuelve a mostrarse aquí el espíritu de
tolerancia de los musulmanes frente a la crueldad y el integrismo de los
cristianos de esa época, de ese periodo de las cruzadas. Mientras que los
europeos ansiaban monopolizar tierra santa, los musulmanes admitían compartir
los lugares sagrados con los cristianos.
Cuando Saladino conquista Jerusalén lo
deja claro:
“aunque nuestros lugares de oración no habían sido
respetados, los suyos lo serían (…)
les
sería devuelta la cruz, tendrían sacerdotes suyos en el sepulcro y las
peregrinaciones serían autorizadas (…)
¿qué
clase de religión era esa que desconocía la caridad? (…)
toda
esa gente había venido de muy lejos para visitar sus Santos Lugares y nuestras
leyes de la hospitalidad nos prohibían impedírselo”.
Es destacable en esta historia la
crueldad y la falta a la palabra dada de los europeos, incluyendo figuras
veneradas en Occidente como Ricardo
Corazón de León, un auténtico canalla de la peor ralea: “exterminó a todos
los pobres, los ancianos, las mujeres, los niños y las personas de poca
importancia, y sólo conservó a los emires para conseguir fuertes rescates y a
los hombres robustos para servirse de ellos”.
Una de las fuentes documentales
usadas por Chauvel es la excelente obra de Maalouf,
‘Las cruzadas
vistas por los árabes’ cuya imperativa lectura no puedo dejar de
recomendar para superar la decepción experimentada al cerrar esta novela. Es
difícilmente comprensible cómo, a pesar de ganar la guerra de las cruzadas, el
Islam quedó estancado en ese pasado mientras que Europa despegó con fuerza en
dirección al mundo moderno.
Uno de los síntomas destacados por
Maalouf es algo que también se aprecia en la novela de Chauvel: los europeos
aprendieron el idioma árabe y también estudiaron sus costumbres (“algunos caballeros
vinieron a saludarme. Habían nacido en Siria y hablaban árabe tan bien como yo.
Fue un placer conversar con ellos (…) vistos individualmente, esos enemigos del
Islam me parecían muy simpáticos”), pero los pueblos árabes fueron
absolutamente insensibles a cualquier apertura hacia la cultura de los
infieles.
Olvidaron el principal objetivo de un
cabal gobernante: la felicidad del pueblo. Así le habla a su hijo antes de
entregarle el cetro:
“trata de ganarte el corazón de tus súbditos, defiende con
sensatez los intereses de la comunidad musulmana, pues de Alá y de mi mismo no
has recibido más misión que la de garantizar la felicidad de los verdaderos
creyentes (…)
no
alimentes nunca malos sentimientos contra nadie”.
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