lunes, 24 de septiembre de 2012

El unificador del Islam


La novela de Geneviève Chauvel sobre Saladino es aburrida, incluso soporífera. A pesar de que la historia de este personaje posee los ingredientes para resultar trepidante, el modo de diario, de bitácora, con el que Chauvel decide conducir el relato hace perder fuerza al producto final.

A la descripción de los denodados esfuerzos de Saladino por unificar a los pueblos musulmanes para expulsar a los infieles cristianos de Palestina (Tierra Santa) se unen los pensamientos personales del gran guerrero kurdo.

Aunque en la primera parte de su vida estuvo más interesado en la religión y en la vida mística que en los asuntos bélicos, las circunstancias le precipitaron a una batalla sin cuartel durante 30 años para lograr su principal meta: volver a poseer Jerusalén, la ciudad santa de las tres religiones.

Desde Siria, Saladino conquista el Egipto de los ismaelitas, convirtiéndose en el sultán del califa abasí seguidor de la doctrina sufí. Lucha para que las divisiones del Islam, basadas en los poderes locales y en las distintas interpretaciones del Corán, puedan superarse apelando a la necesidad de unidad para combatir al invasor.

Muere relativamente joven, a los 55 años de edad, habiendo logrado sus objetivos militares y estratégicos, pero nunca dejó de mortificarse por el carácter fugaz de sus éxitos unificadores. Siempre supo que todo giraba en torno a su persona, y que, en su ausencia, las divisiones volverían a manifestarse con toda su virulencia debilitando al Islam, y, por tanto, a los intereses de Alá.

En su lecho de muerte le confiesa a su madre:
los hombres no deben seguir ya batiéndose.
No hay más que un Dios.
Alá, el Dios de los cristianos y el de los judíos son el mismo Dios.
Existieron Abraham, Moisés, Jesús, luego Mahoma, y no hay más que una religión, la de este Único Dios.
Esta es la Verdad (…)
Veo descomponerse mi imperio y a mi pueblo oprimido por otros invasores, mi pueblo que va a encerrarse en sus divisiones en vez de unirse.
¿Recodarán que yo los agrupé en un solo y magnífico ejército para vencer a los enemigos del Islam y liberar nuestras mezquitas santas?”.

Para quienes conocen el mundo islámico no es sorprendente, pero vuelve a mostrarse aquí el espíritu de tolerancia de los musulmanes frente a la crueldad y el integrismo de los cristianos de esa época, de ese periodo de las cruzadas. Mientras que los europeos ansiaban monopolizar tierra santa, los musulmanes admitían compartir los lugares sagrados con los cristianos.


Cuando Saladino conquista Jerusalén lo deja claro:
aunque nuestros lugares de oración no habían sido respetados, los suyos lo serían (…)
les sería devuelta la cruz, tendrían sacerdotes suyos en el sepulcro y las peregrinaciones serían autorizadas (…)
¿qué clase de religión era esa que desconocía la caridad? (…)
toda esa gente había venido de muy lejos para visitar sus Santos Lugares y nuestras leyes de la hospitalidad nos prohibían impedírselo”.

Es destacable en esta historia la crueldad y la falta a la palabra dada de los europeos, incluyendo figuras veneradas en Occidente como Ricardo Corazón de León, un auténtico canalla de la peor ralea: “exterminó a todos los pobres, los ancianos, las mujeres, los niños y las personas de poca importancia, y sólo conservó a los emires para conseguir fuertes rescates y a los hombres robustos para servirse de ellos”.


Una de las fuentes documentales usadas por Chauvel es la excelente obra de Maalouf, ‘Las cruzadas vistas por los árabes’ cuya imperativa lectura no puedo dejar de recomendar para superar la decepción experimentada al cerrar esta novela. Es difícilmente comprensible cómo, a pesar de ganar la guerra de las cruzadas, el Islam quedó estancado en ese pasado mientras que Europa despegó con fuerza en dirección al mundo moderno.

Uno de los síntomas destacados por Maalouf es algo que también se aprecia en la novela de Chauvel: los europeos aprendieron el idioma árabe y también estudiaron sus costumbres (“algunos caballeros vinieron a saludarme. Habían nacido en Siria y hablaban árabe tan bien como yo. Fue un placer conversar con ellos (…) vistos individualmente, esos enemigos del Islam me parecían muy simpáticos”), pero los pueblos árabes fueron absolutamente insensibles a cualquier apertura hacia la cultura de los infieles.

Olvidaron el principal objetivo de un cabal gobernante: la felicidad del pueblo. Así le habla a su hijo antes de entregarle el cetro:
trata de ganarte el corazón de tus súbditos, defiende con sensatez los intereses de la comunidad musulmana, pues de Alá y de mi mismo no has recibido más misión que la de garantizar la felicidad de los verdaderos creyentes (…)
no alimentes nunca malos sentimientos contra nadie”.

Cuan fácilmente caen en el olvido estas palabras.

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