Diversos sectores sociales y, en general, las administraciones
educativas andan preocupadas con la atención que el sistema educativo debe
prestar a los alumnos superdotados o con altas
capacidades. No es del todo un planteamiento novedoso, pues siempre ha habido
centros educativos interesados en captar a alumnado especialmente dotado. También
es una práctica muy arraigada en los centros educativos dejar que los malos
alumnos vayan sentándose en los bancos de atrás, mientras los alumnos
especialmente capaces se sientan en los bancos delanteros y es a estos a
quienes los profesores dedican más atención.
Admitida la necesidad de no educar a todos de la misma manera, error muy habitual, el asunto de la atención especial
a este tipo de alumnos tiene algunos aspectos colaterales que merecen especial
atención, pues dependiendo del planteamiento que se dé a esa atención específica
estaremos promoviendo políticas educativas con
consecuencias bien diferentes. Es por eso por lo que me parece oportuno
hacer algunas observaciones que expongo de manera sintética en una serie de
tesis expuestas con brevedad.
Un sistema educativo de calidad debe intentar atender adecuadamente la diversidad, ofreciendo a los
estudiantes propuestas educativas que tengan en cuenta las fortalezas y
debilidades de cada persona. Los alumnos con altas
capacidades no deben ser una excepción.
No está muy claro el concepto que se está utilizando de “alta
capacidad” ni tampoco el sistema de selección de candidatos seguido en
los actuales planes de atención a ese alumnado. El de la Comunidad de Madrid puede ser un buen ejemplo de esa falta de
precisión pues no explicitan
los criterios.
Teniendo en cuenta las cifras de fracaso escolar, en estos
momentos parece ser que el talón de Aquiles de la
educación española es la inadecuada atención del alumnado con escasas
capacidades. Reducir al menos a la mitad el actual porcentaje del 30% de
fracaso escolar es el reto principal que debemos resolver quienes nos dedicamos
a la educación. Lograr un incremento de las capacidades cognitivas ─tarea por
cierto bastante ardua─ de quienes están en torno a un 80 de CI supondría un
beneficio personal y social mucho más elevado que el que se obtendría logrando
un incremento proporcionalmente equivalente del alumnado con capacidades
cognitivas por encima de 120 de CI ─tarea también bastante compleja─.
No parece nada claro que, como dicen algunos informes,
los estudiantes con altas capacidades estén siendo maltratados de manera
especial o significativa por el sistema educativo.
Este sigue siendo una institución eficaz en lograr que ese alumnado vaya
superando las pruebas de acreditación que permiten llegar a la enseñanza superior.
Es más, la alta capacidad cognitiva sigue siendo el factor más predictivo de
éxito académico, aunque haya otros factores que también tienen un peso. La
enseñanza formal es en general, y desgraciadamente, muy aburrida, tanto para
alumnos con altas capacidades como para alumnos con escasas capacidades, y muy
probablemente lo sea mucho más para estos que para aquellos.
Insistir en separar a estos alumnos en centros de excelencia o atenderles
con programas específicos puede tener efectos colaterales muy negativos para la
cohesión social necesaria en sociedades democráticas e incluso para los propios
alumnos. Posiblemente fuera mucho más enriquecedor para ellos y para la
sociedad en su conjunto potenciar su talento en programas de tutorías entre
iguales y de aprendizaje
cooperativo. La aportación de esos alumnos
a un mejor rendimiento educativo de los alumnos con menos capacidades sería
beneficiosa para ambos.
El reto, por tanto, es lograr escuelas más
sensibles a las diferencias individuales, en las que a cada alumno se le
ofrezca lo que necesita y le conviene y de cada alumno se exija lo que puede
dar de sí según sus específicas capacidades o fortalezas. Y pensando siempre al mismo tiempo en el bien de cada
persona y en el de la comunidad a la que pertenece.
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