En el año 1996, con una resonancia magnética de 1.5 Tesla, que hoy se
consideraría una antigüedad, realizamos nuestra primera resonancia funcional.
El sujeto de estudio, uno de nosotros, movía sus dedos dentro de la máquina,
mientras el resto, con tanta curiosidad como incertidumbre, esperaba la llegada
de los datos al ordenador.
Tras procesar lo que para nosotros
era una infinidad de datos mediante unas funciones escasamente conocidas, nos
mostró una pequeña zona “significativa”,
localizada en la corteza motora primaria.
“La cosa encajaba”. Todavía no estábamos muy
seguros de si veíamos lo que queríamos ver o realmente estábamos viendo lo que
se debía ver, pero nunca olvidaré la sensación de “descubridores” que tuvimos. Habíamos
visto presentaciones en congresos y artículos en revistas de gran impacto, que
mostraban resultados y explicaban los mecanismos básicos que permitían detectar
cambios en la imagen, relacionados no con la estructura cerebral, sino con la
ejecución de una función. Pero no era lo mismo haber “leído y creído”, que vivir esa
experiencia.
Seguíamos atesorando un montón de
dudas, pero sabíamos algo: habíamos abierto una nueva
ventana, que nos iba a dejar mirar el cerebro desde un punto de vista
totalmente diferente. Era una ventana con muchas persianas, y las más
tupidas eran las que nosotros llevábamos puestas: los que nos dedicábamos al
diagnóstico por imagen sabíamos sobre la estructura del cerebro, pero muy poco
de la función. Quienes se dedicaban al estudio de la función cerebral sabían muy poco sobre imagen.
Así que después de la primera
sensación de “tierra
a la vista”, lo siguiente fue: esto no va a ser fácil…Había ventana,
sí, pero había que levantar muchas persianas y solo
podía hacerse en grupo. Creo que ese fue uno de nuestros aciertos.
Aunque la técnica ha avanzado una
bestialidad, el mayor progreso que hemos vivido ha sido el enorme tráfico de
información entre diferentes disciplinas y la creación de grupos de trabajo en
los que la disparidad ha sido valorada más que el
acuerdo.
Hoy la resonancia funcional del área
motora es una exploración prácticamente de rutina clínica, mediante la que se
toman importantes decisiones quirúrgicas, ayudando a mejorar significativamente
los resultados de los tratamientos de muchos pacientes. Es un proceso bastante
automatizado y fiable, menos emocionante, pero del que no podríamos prescindir
(la vida misma…).
Sin embargo, seguimos con la
sensación de que detrás de una persiana siempre hay otra, y después de
bastantes años, seguimos teniendo la suerte de
encontrar nuevos e interesantes interrogantes. Lo que hoy nos sorprende
es comprobar otra de las cosas que estaba en el aire: empezamos a saber que hay
zonas concretas del cerebro que realizan funciones específicas y las podemos
identificar mediante tareas concretas. Podemos, mediante imágenes, hacer preguntas
concretas y obtener respuestas.
También hemos detectado (más o menos)
mediante imágenes, que a medida que la tarea se complica el escenario se amplía
y las respuestas son más difusas. Pero, ¿qué
pasa cuando no hay pregunta? ¿qué
hace el cerebro “en reposo”? Si es la eficiencia (¿inteligencia?) el
resultado, no solamente de la correcta activación de áreas con funciones concretas, sino de la rapidez de
intercambio de información entre diferentes áreas, y ésta del propio diseño de
la red de información, ¿es posible
cuantificar esta eficiencia? Esta es una de las persianas con las que
estamos últimamente trabajando, y, por supuesto, divirtiéndonos.
Tenemos algunas herramientas nuevas
que permiten analizar la estructura y eficiencia de las conexiones: la resonancia
con secuencias de Tensor de Difusión
permite estudiar la ultraestructura de la sustancia blanca. Además, con la resonancia
funcional en reposo (Resting-State
Functional MRI o RS-fMRI) se
puede analizar el grado de sincronización de
diferentes redes corticales. Asociando estas técnicas es posible
estudiar la conectividad del cerebro, su capacidad de funcionamiento global y
la relación que puede tener con las capacidades.
Los resultados de las pruebas de
imagen indican que el funcionamiento cerebral es una estructura en red y eso
nos hace tocar una nueva persiana: ¿podemos aplicar lo (poco) que sabemos de
teoría de redes sociales al funcionamiento cerebral? ¿Es el cerebro un “mundo pequeño”(si se puede llegar en
solo 6 pasos a conocer al “presidente”,
donde estará…)?
Hemos comprobado que
es posible valorar la conectividad cerebral y que el entrenamiento intensivo
puede modificar el estado de las redes hasta el punto de que se identifican
cambios en los estudios funcionales, y, además, se pueden detectar pequeños
cambios en la propia estructura cerebral. Al final, estructura
y función se encuentran interrelacionadas.
Además, hemos podido ver cómo algunas
de las redes cerebrales ( la llamada “red por defecto”), se alteran en algunas
enfermedades como la enfermedad de Alzheimer,
incluso antes de que los test neuropsicológicos habituales detecten
puntuaciones alteradas. Hoy manejamos términos como nodos, vértices, “clustering” o “path-length”, para estudiar el cerebro desde el punto de vista de Facebook y la sensación de vértigo es un
poco parecida a la del principio: hay que incorporar
más elementos al grupo, necesitamos nuevos “persianistas”.
Este texto
no es más que una oferta de empleo…
Una entrada entrañable e informativa. Sin embargo, a veces levantar una persiana revela ilusiones. Véase:
ResponderEliminarhttp://www.wired.com/wiredscience/2009/09/fmrisalmon/
La resonancia funcional se encuentra amenazada por varios peligros y, a mi juicio, el único modo de superarlos se basa en la réplica de resultados no en exigentes, y a menudo absurdas, correcciones estadísticas.