viernes, 8 de abril de 2011

Erase una vez...

Un testigo, no solamente ocular, me contó que, mediado el siglo XX, los maestros de escuela iban y venían. Estaban en un destino dos o tres años para ir después en busca de otros lugares en los que enseñar a los niños. Eran funcionarios contratados por el Estado para hacer su trabajo, pero actuaban como nómadas.

Naturalmente eso complicaba que pudieran disfrutar de lo que solemos calificar de vida estable. Comprarse, por ejemplo, una casa, carecía de sentido. Por tanto, debían alquilar una vivienda durante el tiempo que estuviesen en un determinado lugar. O eso pensé.

Pero no era así. La realidad se reveló mucho más fascinante, vista con los valores dominantes en el siglo XXI.

Cuando un maestro llegaba a un pueblo para hacer su trabajo no buscaba un alquiler, sino que preguntaba a la gente del pueblo dónde podría encontrar una habitación.

Mi testigo me contó que su madre era la que siempre encontraba un hueco en su casa para esos profesionales de la enseñanza que iban y venían. ¿Buscaba esa señora recaudar dineros para mejorar su maltrecha economía?

Pues no. A pesar de ser pobres como perros --piensen que, en esa época, el país seguía inmerso en una economía esencialmente agrícola bastante primitiva-- los miembros de esa familia acogían al maestro de modo desinteresado.


No solamente habilitaban una estancia para que pudiera convivir con ellos mientras estuviese en el pueblo cumpliendo sus obligaciones docentes, sino que, de hecho, pasaba a formar parte de la familia a todos los efectos.

Mi abuela Amelia, la madre de la testigo, era así, pero su manera de actuar no suponía una dramática excepción en su época. Eran pobres, pero generosos. Sus hogares estaban abiertos a los demás. El mendigo era invitado a compartir su mesa. Al sediento se le daba de beber.

Era, casi, una sociedad basada en los recursos. Sin la tecnología de la que hacen ostentación revolucionarios como Peter Joseph --sentados en sus apartamentos de Nueva York-- pero realmente humana, muy humana, en la que no se hacen cosas necesariamente para obtener algún beneficio, sino porque hacerlas es lo debido.

Nunca se dirá bastantes veces la extraordinaria cantidad de virtudes que debemos recordar de nuestros antepasados, más próximos o más remotos. La sabiduría y los códigos de conducta que nos hacen humanos no se aprenden en el colegio, ni en sesudos congresos sobre ética y moralidad. La gente sabe lo que debe y no debe hacer hasta que se le inunda con códigos diseñados en algún extraño gabinete.

Antes de que estallase la crisis en la que ahora nos encontramos, escribí, como terapia personal, un brevísimo ensayo titulado 'La sociedad en la que quiero vivir'. En esencia, mi diagnóstico, nada original, desde luego, me llevaba sugerir que el llamado 'estado de bienestar' estaba asesinando eso tan preciado que nos hace humanos, eso que nos acerca unos a otros por lo que somos, no por lo que tenemos.

Recuperar lo que se ha perdido sería fácil porque únicamente nos hemos olvidado. Lo que sabemos que es correcto está aplastado, ahora, por una montaña de trivialidades, por una enorme masa de estúpidas recomendaciones mediáticas. Despistarse es fácil, pero las pistas para encontrar la senda correcta siguen ahí. Nadie tiene que decirnos cuál es porque sabremos si hemos vuelto.

http://dl.dropbox.com/u/10862393/La%20Sociedad%20en%20la%20que%20Quiero%20Vivir_Roberto%20Colom_2007.pdf

2 comentarios:

  1. Fastástica exposición. Este tipo de acciones altruistas, son precisamente lo que nos hace merecederos de poder llamarnos humanos. Valores que ojalá nunca se lleguen a perder, por que entonces ¿Que nos quedaría?
    Saludos,
    Jaime C.

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  2. Esos valores no se pueden perder. Siguen ahí, pero, por ahora, no se les hace demasiado caso, en general. Seamos positivos. Esta crisis, con su carácter marcadamente psicológico, puede ayudar a recuperar la senda.

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