Un escalofrío de interés me recorre el espinazo al ser testigo virtual de los recientes sucesos de Túnez, Egipto y Yemen. Interés, pero también una extraordinaria ira al observar lo poco que le tiembla el pulso a la autoridad para decretar toques de queda y promover titulares basados en tragedias.
Como subrayaba el pensador libanés Maalouf, los países árabes llevan demasiado tiempo sin encontrar su lugar en el mundo moderno. Ahora pueden haber dado con una clave para volver a aportar a la evolución del que también es su hogar. En lugar de orientar su ira hacia Occidente, la dirigen hacia sus sospechosas cúpulas para cambiar el Estado y devolvérselo a la gente.
Los occidentales, vamos a decir que católicos para abreviar, hemos caído en un curioso letargo y nuestros políticos campan a sus anchas, preocupados por cosas que no les corresponde e ignorando su particular juramento hipocrático.
Los pueblos tunecino, egipcio y yemeni han salido a la calle, masivamente, para echar a sus políticos de la poltrona. Han saturado de sus corruptelas.
Eso es lo que les están enseñando a los occidentales. Reconozco que los franceses pintan como alumnos aventajados, pero no alcanzan todavía la intensidad esperada. Si el político no cumple, a la calle, pero no por las urnas, sino saliendo a gritarle a la cara que nos hemos dado cuenta.
La voz de las urnas es silenciosa. La voz de las calles es bulliciosa. Las urnas son complejas y tortuosas. Las calles son simples y directas.
Sigo sin encontrar respuesta a la pregunta de por qué un político no prefiere que su pueblo le quiera, le admire, al ser meridianamente claro que trabaja para ellos con tesón y honradez. Claro que puede equivocarse, pero reconocerlo abiertamente y esforzarse realmente por buscar la solución aumentaría el respeto de sus representados en lugar de restarle credibilidad y legitimidad.
Necesitamos políticos con ese talante. Están ahí, de eso no hay duda, pero deben manifestarse –o, quizá, lo haremos nosotros-- superando la llamada disciplina de partido. ¿Qué demonios es exactamente eso? ¿No suena fatal?
P.S. El otro día me sugería un colega, con claras preocupaciones políticas, que a veces escribo cosas un poco raras. Me huelo que se refería a documentos como éste...
En cierto sentido, Roberto, la respuesta es sencilla: porque con cierta frecuencia las personas que acceden al poder buscan sobre todo eso, el poder, y les mueve la ambición personal. Eso sucede con mucha más frecuencia en regímenes totalitarios o dictatoriales, y menos en los democráticos, en los que se establecen mecanismos de control para evitar un exceso de poder.
ResponderEliminarAdemás hay un efecto de contagio: una vez que accedes a posiciones de poder empiezas a creer que eres un ser superior, tus subordinados te alaban siempre y vas perdiendo la capacidad de crítica y el sentido de las propias limitaciones. Y los anarquistas insistieron en que el poder corrompe, por lo que es imprscindible fragmentarlo y controlarlo al máximo.
Por otra parte, ya el gran Maquiavelo señaló que es más importante para un príncipe ser temido que ser amado. Y El Príncipe, basado en Fernando el Católico y César Borgia, ha sido libro de cabecera de muchos políticos. En España hay una edición con comentarios de Napoleón Bonaparte.
Por eso, probablemente, propusiese Platón que el filósofo gobernase la república, o algunas de las antiguas tribus confiasen en el criterio del anciano. El caso es que también los llamados sistemas democráticos articulan mecanismos de una naturaleza claramente totalitaria. Conociendo ese hecho sería estrictamente necesario maximizar esos mecanismos de control que señalas. En nuestro país, los casos de Felipe González, Pujol o Chaves están de más. Más que representantes democrácticos se han comportado como reyezuelos. Fragmentar el poder es esencial y limitar los potenciales mandatos de cualquier representante también. Salu2, R
ResponderEliminarhttp://www.elmundo.es/elmundo/2011/02/06/internacional/1297011608.html
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