Tim Harford, asesor del Banco Mundial y columnista de Financial Times, ha publicado un interesante libro de divulgación en el que se esfuerza, con éxito, por acercar la economía al ciudadano de a píe.
Contiene muchos detalles sobre el funcionamiento de la economía, pero, a mi modo de ver, la parte más interesante, en la que resume sus principales tesis, reside en su análisis de las diferencias entre los países ricos y los pobres. Sus conclusiones se resumen así: “los países que son ricos, o están creciendo rápidamente, han incorporado las lecciones básicas de la economía: combatir el poder de la escasez y la corrupción; corregir las externalidades (transacciones ajenas al mercado); intentar maximizar la información; acertar con los incentivos; relacionarse con otros países; e incorporar los mercados, los cuales realizan la mayoría de estas tareas simultáneamente”.
Está claro que la educación, las fábricas, la infraestructura y el conocimiento técnico abundan en los países ricos y escasean en los países pobres. Sin embargo, según Harford, esas diferencias explican mal las diferencias entre los países. Ni la educación, ni la infraestructura, ni las fábricas explican en lo más mínimo el abismo existente entre los ricos y los pobres. Es la cleptomanía de las altas esferas la que detiene el crecimiento de los países pobres. En estos países, los empresarios no crean negocios de manera oficial y así no pagan impuestos; los funcionarios del Estado demandan proyectos ridículos en beneficio de su propio prestigio o de su enriquecimiento personal; los alumnos de primaria no se preocupan por conseguir una cualificación que devendrá irrelevante.
Centrándose, como ejemplo, en un país pobre como Camerún, Harford mantiene que el problema de las retorcidas leyes e instituciones explica no sólo una pequeña parte de la brecha entre Camerún y los países ricos, sino la casi totalidad de la misma.
El Banco Mundial presta miles de millones de dólares cada año a los países en vías de desarrollo. El problema no es la falta de dinero para inversiones. Los Gobiernos de los países ricos llevan a cabo sus principales tareas burocráticas de forma rápida y económica, mientras que los Gobiernos de los países pobres alargan los procesos con la esperanza de llevar a su propio bolsillo dinero extra. El bandidaje gubernamental, la decadencia generalizada y las opresivas regulaciones que son diseñadas con el fin de facilitar los sobornos, son los elementos que conforman la pieza clave de la ralentización del crecimiento y el desarrollo.
La pequeña dosis de educación, tecnología e infraestructura que posee Camerún podría aprovecharse mucho mejor si la sociedad estuviera organizada para premiar las ideas buenas y productivas. Pero no es así. El problema es que Camerún, al igual que otros países pobres, es un mundo patas arriba, en el cual la mayoría de sus habitantes está interesada en hacer algo que directa o indirectamente daña a los demás.
Vincula el problema del desarrollo, de modo realmente provocador, al de las barreras comerciales que se crean entre unos países y otros. Según él, las barreras comerciales siempre provocarán más daños que beneficios, no sólo al país contra el cual se levantan, sino también al país que las levanta. No importa si otros países eligen imponerse restricciones a sí mismos, la situación es mejor sin ellas: “la gente mira sus zapatillas Nike y supone, tal vez, que todo se hace en Indonesia o en China. Sin embargo, se gasta mucho más dinero al importar vino de Australia, carne de cerdo de Dinamarca, cerveza de Bélgica, seguros de Suiza, juegos para ordenadores de Gran Bretaña, coches de Japón y ordenadores de Taiwán, todo transportado en barcos de Corea del Sur. La poderosa China, con cerca de una cuarta parte de la población mundial, produce menos del 4% de las exportaciones globales. India, con mil millones de habitantes, produce menos del 1% de las exportaciones mundiales”.
La opinión prácticamente unánime entre los economistas es que el libre comercio mundial sería un gran avance y que, aún si otros países rehusaran reducir sus barreras arancelarias, seríamos idiotas si no redujéramos las nuestras.
En contra de la generalizada creencia de que el mercado es el gran aliado de las multinacionales, el libre comercio también destruye el poder de la escasez que tienen las grandes empresas, al sujetarlas a la competencia internacional. Desgraciadamente, en la mayoría de los países, tanto ricos como pobres, existen grupos de presión, con desproporcionada influencia, que tienen razones para oponerse al libre comercio.
Las cifras son claras al revelar la correlación entre escasos aranceles y desarrollo económico. En 1999, Estados Unidos tenía unos aranceles promedio del 2,8%. En la Unión Europea, los aranceles promedio eran del 2,7%. En Corea del Sur del 5,9%. En las economías gigantes de China e India, 15,7 y 29,5%, respectivamente. La pobreza y la corrupción del pequeño y mísero Camerún no están siendo aliviadas por la aplicación de asombrosos aranceles, que promedian un 61,4%.
Harford avanza un paso y declara que “aunque pudiéramos presionar a nuestros políticos para que hicieran lo correcto para todos, reduciendo los aranceles, la responsabilidad recae de igual manera sobre los Gobiernos de estos países pobres. ¿Por qué mantienen los aranceles, que perjudican a sus ciudadanos? Tal vez porque el aislamiento internacional favorece la estabilidad política”. Es decir, porque quienes detentan el poder desean seguir en sus puestos, que ansían vitalicios, y no existen medios externos para cambiar las cosas.
Ningún sistema político es perfecto, pero las democracias tienden a favorecer al comercio más que otros sistemas políticos, ya que reducir las barreras comerciales resulta beneficioso para el ciudadano común.
Las economías dirigidas de Corea del Norte, la Unión Soviética o China, simplemente, carecían de la información necesaria para tomar las decisiones adecuadas. En lugar de responder a las exigencias de los mercados mundiales, como lo hizo Corea del Sur, los chinos respondían a las exigencias de Mao.
El autor se muestra como un ardor defensor de los mercados libres y de la capacidad de decisión que debería ostentar el ciudadano particular. En este sentido, repasa el papel de los impuestos y de los sistemas sanitarios. Ambos casos son fascinantes.
Los impuestos tiene sus ventajas, pero muchos de ellos no contribuyen a que se esclarezca la verdad, ya que no podemos elegir pagarlos o no, dependiendo de si cada centavo es gastado de acuerdo con nuestros deseos. La pérdida de información puede dejar a una economía, y a una sociedad, tambaleándose entre el derroche y la confusión. Los impuestos son ineficientes porque destruyen la información suministrada por los precios en los mercados eficientes y totalmente competitivos: el precio ya no equivale al coste, por lo que este último tampoco equivale al valor. Por tanto, necesitamos una forma de hacer que nuestras economías sean tanto eficientes como equitativas.
Un ejemplo concreto se relaciona con los impuestos sobre circulación de vehículos. En su opinión, los problemas de embotellamiento que experimentan las principales metrópolis del mundo, se resolverían rápidamente si los correspondientes Ministerios de Transportes fomentaran un nivel adecuado de viajes en coche cobrándoles a los conductores por viajes realizados. Admitimos que la comida, la ropa y la vivienda no pueden ser productos gratuitos, porque si así fuera, se acabarían rápidamente. Sin embargo, nos quedamos sin espacio libre en las vías de circulación precisamente porque son gratuitas.
En cuanto a los sistemas sanitarios, defiende que el mejor sistema sería aquel que obligara al paciente a asumir muchos de los costes, brindándole, de este modo, un incentivo para que se mantenga informado y pueda tomar decisiones que sean, a la vez, en su propio beneficio y razonablemente económicas, pero que deje los costes más elevados al Estado o a la aseguradora. Es un hecho que la mayoría de las facturas por atención médica no son catastróficas, y, por lo tanto, no precisarían el aseguramiento. El objetivo sería otorgarle máxima responsabilidad y poder de decisión a los pacientes, y, por consiguiente, se les pediría que gastaran su propio dinero en lugar del dinero del Estado o de la aseguradora, pero cerciorándose de que nadie afrontara enormes sumas en gastos médicos y de que hasta los pobres contaran con dinero suficiente para pagar la asistencia sanitaria. Todos deberían poseer una cuenta de ahorro destinada a los gastos médicos, a la cual contribuiría el Estado en caso de pobreza o de enfermedad crónica. En cada momento de tu vida tendrías un incentivo para gastar ese dinero únicamente en aquella atención médica que sintieras que es absolutamente necesaria.
El caso de Singapur demuestra que la propuesta es absolutamente viable. En ese país, el sistema lleva teniendo éxito casi dos décadas. El ciudadano medio de Singapur vive hasta los 80 años y el coste del sistema (público y privado) es de 1.000 dólares por persona (menos que el coste de la simple burocracia en USA). Cada año, el ciudadano medio de Singapur paga aproximadamente 700 dólares de forma privada (el estadounidense medio paga 2.500 dólares) y el Estado gasta 300 dólares por persona (cinco veces menos que el Gobierno Británico y siete veces menos que el Gobierno estadounidense). La economía mínimamente invasiva funciona. El Gobierno de Singapur tuvo la entereza de enfrentarse de lleno al problema, utilizando el ahorro forzoso y el seguro contra catástrofes, para asegurarse de que los costes fueran manejables, pero manteniendo como eje central del sistema el poder de elección del paciente.
La lectura del libro de Harford es refrescante porque demuestra que la economía, que indudablemente afecta a nuestras vidas de modo muy directo, no es una ciencia esotérica. Además, prueba que otros mundos (mejores) son posibles si nos permitimos pensar con atrevimiento y osadía para superar el establishment.
FUENTE: Tim Harford (2006). The Undercover Economist. Oxford University Press.
No hay comentarios:
Publicar un comentario