Quienes pasan por las aulas de la Universidad para formarse en Psicología poseen fuertes concepciones previas sobre la conducta y la mente humanas. Por eso aceptan sin pestañear dudosas afirmaciones y desacreditan sólidas evidencias, sin más pruebas que una sintonía intuitiva con las primeras y un odio visceral a las segundas.
En determinados casos se percibe que incluso (algunos) desearían ‘matar al mensajero’ que comunica ciertos conocimientos. A este mensajero se le identifica habitualmente mediante la denominación de ‘Profesor’, quien, conviene recordarlo, tiene la obligación de enseñar no de caerles simpático a quienes aprenden.
Recientemente tuve una experiencia en este sentido que quizá sea ilustrativa: hablando sobre ‘epidemiología cognitiva’ en un Master sobre Psicología de la Salud, algún asistente mostró un rechazo, cuyo epicentro se situaba a la altura del hígado, hacia los hechos expuestos.
La epidemiología cognitiva acumula datos, en todo el mundo, que demuestran la relevancia de las diferencias de capacidad intelectual (CI) que existen en la población para comprender las diferencias de salud que nos separan a unos de otros, e incluso para predecir quiénes serán más longevos.
El oyente escéptico, a pesar de haberse licenciado en Psicología, y, por tanto, pudiendo suponerse que posee conocimientos para ponderar apropiadamente los hechos expuestos, se desmarca poniendo en tela de juicio el modo usado por los psicólogos para definir y medir la CI. Ese primer paso le permite rechazar, sin más escrutinio, el resto de las evidencias.
Recurriendo a conceptos vaporosos de inteligencia (social, emocional, etc.) se rechaza la estrategia formal empleada por la Psicología durante más de un siglo de serio e intenso trabajo.
Como docente adoro que los discentes expresen sus dudas y discutan sobre los contenidos que se exponen. Sin embargo, considero escasamente formativo que tanto el uno como los otros cierren sus oídos cuando la argumentación se sale del carrilillo construido con los deseos personales.
Hay quienes se niegan a aceptar las que, por ahora, debemos considerar evidencias comprobadas. La capacidad intelectual, concebida como una aptitud muy general para razonar, resolver problemas y aprender, se mide magníficamente a través de los denominados tests estandarizados. Las puntuaciones logradas en esos tests revelan que la inteligencia de los humanos es el factor psicológico más estable y el que predice un más elevado número de fenómenos de interés social.
La salud se encuentra entre esa serie de fenómenos. Las personas menos inteligentes, según sus resultados en los tests de inteligencia, (a) comprenden mal las consignas médicas, (b) propenden a tener más problemas de salud (corazón, pulmón, etc.), (c) se accidentan más, (d) se suicidan con más probabilidad, y (e) poseen sistemas nerviosos más inestables.
La búsqueda de estrategias para prevenir los hechos enumerados requiere, necesariamente, que los psicólogos consideren, explícitamente, la relevancia de las diferencias de capacidad intelectual que separan a unos ciudadanos de otros. Quienes opten por ignorar esa relevancia incurrirán en una grave irresponsabilidad profesional, y espero que, llegado el caso, puedan ser apartados de la profesión por negligencia dolosa.