miércoles, 15 de abril de 2015

¿Cuáles son los factores cognitivos que mejora la educación?

El grupo de Ian Deary publica un provocador informe en ‘Developmental Psychology’ en el que se concluye que la educación no logra mejorar la capacidad general (g), aunque contribuye a mejorar las habilidades cognitivas específicas valoradas por los tests de capacidad.

Dicho llanamente: la capacidad general es insensible a la educación regular, y, por tanto, quien es más inteligente (en un sentido profundo) a los 11 años de edad, lo siguen siendo a los 70 años, sin que en ese hecho haya tenido ningún papel la educación recibida. Punto.

La conclusión puede considerarse un mazazo para quienes confían en el poder ‘redentor’ de la educación. Uso el término entrecomillado a propósito porque quienes confían ciegamente en la educación regular, piensan, a mi juicio, que ese factor educativo permitiría disipar las diferencias que separan a los escolares al ingresar en el colegio.

La gracia del estudio del que se informa en este artículo reside en su naturaleza longitudinal. Se hace un seguimiento de más de mil individuos desde que tienen once años de edad y hasta que llegan a sus setenta años de edad. Por tanto, puede controlarse el nivel intelectual de base para averiguar cómo influyen, genuinamente, las diferencias de nivel educativo sobre el rendimiento intelectual valorado por una batería de tests estandarizados de capacidad.

A partir de aquí se sirven de una distinción bastante provechosa en la investigación, pero que se olvida con frecuencia: lo que mide un test de capacidad incluye la capacidad general (g), un determinado factor de grupo (por ejemplo, la capacidad para los números o para el manejo del lenguaje) y habilidades necesarias para ese test en concreto (por ejemplo, un test de cálculo o un test de vocabulario).

Desde esa perspectiva, un test de vocabulario exige g y capacidad verbal, así como conocer (y recuperar apropiadamente) el significado de los términos incluidos en el test. Permítanme recordar que poseer un vocabulario más o menos extenso no depende de la exposición pasiva, sino de un proceso activo de inferencia y de extracción de significados a partir del contexto en el que aparece la palabra en cuestión. Un individuo con mayor g logrará aprovecharse mejor de las oportunidades para poner en práctica esos procesos activos de inferencia.

En suma, los autores predicen que si la mayor exposición educativa influye sobre g, entonces el rendimiento en los distintos tests que permiten valorar la capacidad intelectual mejorarán de modo ordenado. Eso supone calcular el nivel de g que requiere cada uno de esos tests, y, seguidamente, comprobar que quienes poseen un mayor nivel educativo puntúan más en los tests que requieren más g (y vice-versa).

Algo así como comprobar que, en efecto, los licores de mayor graduación emborrachan a dosis menores que los licores de menor graduación. Si eso no sucede, mal asunto.

Los modelos estadísticos que se contrastan pueden verse en la siguiente figura: según el modelo A, la educación posee un efecto sobre g; según el modelo B, además del efecto anterior, existen caminos directos hacia las medidas (subtests) de inteligencia; finalmente, para el modelo C la educación no influye sobre g sino exclusivamente sobre las medidas concretas (subtests) de capacidad.


Naturalmente, el modelo que mejor representó los datos fue el C, hecho que justifica la conclusión de la que partimos más arriba: “la educación posee efectos específicos, no generales, sobre la capacidad intelectual”.


A partir de aquí los autores alcanzan su particular clímax al sugerir que sus resultados pueden explicar por qué los programas de entrenamiento cognitivo solo permiten mejorar habilidades específicas, dejando intacta la capacidad general (g). La educación, igual que el entrenamiento cognitivo, solamente puede aspirar a desarrollar esa clase de habilidades concretas, “pero no capacidades más fundamentales, como la eficiencia de las operaciones cognitivas” (que se supone que es la esencia de g).

No cabe duda de que este informe merece una sosegada atención. Pero debe observarse que no se explora quién aprende más o menos en el colegio, sino quién llega más lejos en la carrera educativa (o abandona antes). Además, convendría recordar la crítica de James Flynn, entre otros, a esta clase de estudios: los constructos que representan a la inteligencia no son homogéneos, y, por tanto, el supuesto de que el efecto debe ser necesariamente ordenado para ser atribuible a g (o relevante en la práctica) es, por lo menos, discutible.

Es este un tema que ha interesado bastante a nuestro equipo de investigación, y que hemos perseguido tanto aisladamente como en colaboración con otros equipos. Los resultados que hemos observado a lo largo de los años distan de ser tan claros como el informe que ahora discutimos deja entrever. Las relaciones entre el nivel educativo y su efecto sobre las capacidades intelectuales son complejas.

Bastante.

Me pregunto qué hubiera pasado si en lugar de considerar únicamente g y las pruebas concretas (subtests) de inteligencia, se hubieran considerado los factores de grupo (capacidades concretas) que esas pruebas valoran, como, por ejemplo, la velocidad mental, la memoria operativa o el razonamiento fluido. La batería incluye diez tests y tengo serias reservas sobre la decisión de extraer un solo factor de carácter general.

Finalmente, los valores presentes en ese distinguido modelo C no permiten tanto optimismo como los autores pretenden. La capacidad intelectual valorada a los once años de edad predice la capacidad evaluada a los setenta años con un valor de 0.73, pero predice el nivel educativo alcanzado con un valor sustancialmente menor (0.43). Además, los valores que vinculan el nivel educativo (years of education) con los subtests de capacidad son realmente bajos (entre 0.06 y 0.13).

Quizá alguien se anime a probar modelos alternativos. El informe incluye la evidencia necesaria para hacer esa clase de pruebas (Tabla 1).


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