En 2002, Frank Miele publicó una serie de entrevistas a Arthur Robert Jensen en las que se trataron cuestiones como la
definición de inteligencia, el jensenismo, la herencia y el ambiente, la
ciencia y la política, o la raza. El libro se tituló ‘Intelligence, Race, and Genetics.
Conversations with Arthur R. Jensen’.
Conocí personalmente a Miele en 2012 San
Antonio (Texas) durante la celebración del encuentro anual de la ISIR y supe
entonces que Jensen le había encargado trabajar en un aparato para estandarizar
la medida psicológica usando tareas cognitivas elementales (ECTs). El
dispositivo en cuestión se denomina ‘mental
chronometer’ y se encuentra actualmente en proceso de construcción en el Instituto de Cronometría Mental (IMC).
Jensen dejó parte de su herencia para que este proyecto pudiera materializarse.
Este psicólogo diferencial, que
comenzó siendo un psicólogo del aprendizaje y que desarrolló su actividad científica
en el departamento de educación de la Universidad de Berkeley, visitó el
laboratorio de Hans J. Eysenck, en
Londres, en 1956-58. Ahí comenzó su contacto con la escuela de Londres,
modelada según las pautas de Galton y Spearman, y cambiaron sus intereses:
“Jensen ha explorado el papel de la herencia en la diferencia
que en promedio separa a los euro de los afroamericanos no porque estuviese
obsesionado con la raza, sino por su dedicación a comprender la que considera
es la más importante posesión de la sociedad, es decir, la inteligencia.
Esquivar
el problema de la raza hubiese significado ignorar una pieza importante del
rompecabezas –un acto de cobardía intelectual”.
Este científico explica por qué es
tan preciada la inteligencia en la sociedad. En contraste con los factores de
la personalidad, cuya importancia relativa depende de las circunstancias y, por
tanto, varía de unas a otras, la inteligencia contribuye a la conducta en la
práctica totalidad de esas circunstancias. Su efecto, en contraste con el de
otras variables psicológicas, es sistemático.
Durante las conversaciones se subraya
el hecho de que la diferencia media de CI que separa a los hermanos criados en
la misma familia (en la que el nivel cultural y socioeconómico es, lógicamente,
idéntico) es mayor que la diferencia que en promedio separa a familias de
distintos nivel de SES o que se identifican con distintos grupos culturales:
“Mucha gente se sorprende, pero es un hecho.
Al
menos la mitad de las diferencias poblacionales de CI se producen dentro de las
familias”.
Otra de las curiosidades es la
discusión que mantienen Miele y Jensen sobre el supuesto fraude de Sir Cyril
Burt:
“Nadie que posea sofisticación estadística, y Burt tenía
mucha, informaría de exactamente la misma correlación, 0.77, tres veces
seguidas si pretendiese falsear sus resultados”.
En cuanto a la influencia de los
avances en genética y neurociencia comenta Jensen:
“Debemos explorar en ambas direcciones, desde los genes y
desde el cerebro. Igual que al hacer un túnel, debemos excavar desde ambos
lados”.
Por lo que se refiere a las
diferencias de grupo (por ejemplo, grupos raciales o diferencias entre sexos),
Jensen comenta que las políticas que suponen que esas diferencias son
superficiales y fácilmente modificables pueden rendir más perjuicios que
beneficios. Pero eso no quiere oírse:
“Mi libro (sobre el factor g) se publicó (en 1998) después de
que fuese rechazado por ocho editoriales (…) mi objetivo es producir ciencia de
calidad, no cambiar el mundo o estimular algún programa social o político”.
Por ahora ignoramos cómo eliminar las
diferencias individuales, pero podemos adaptar los métodos de enseñanza para
reducir su impacto. Un modo de estimular ese proceso es reducir el control
central de la enseñanza dándoles autonomía a los centros educativos.
Esta es una de las últimas frases de
Jensen, fallecido
en 2012, en este libro que dice mucho sobre su talante:
“Es irrelevante si estoy en lo correcto o estoy equivocado.
Lo
que importa es que se apoye sin trabas la investigación”.
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