En
2011, Terrie E. Moffitt y sus colegas del Dunedin Study publicaron un informe en PNAS en el
que se subrayaba la relevancia del autocontrol, valorado en la infancia, para
predecir la salud física, el uso de sustancias, el nivel económico y la
conducta delictiva.
El
autocontrol se valoró –mediante observación por parte de los investigadores,
profesores, padres y los propios niños—a los 3, 5, 7, 9 y 11 años. Una de las
primeras observaciones fue que los niños con mayor autocontrol provenían de
familias socioeconómicamente aventajadas (r
= 0.25) y tenían un mayor nivel intelectual (r = 0.44).
Por
tanto, un peor autocontrol podría
explicarse por una menor clase social y una baja inteligencia, así que se
hicieron cálculos para averiguar si existía información relevante en el
autocontrol más allá de esas dos covariables. Eso sí, a partir de aquí ya no se
informa de correlaciones, sino de variadas ratios de incidencia y de porcentajes.
Van
más allá de la cohorte Dunedin echando mano del E-Risk (Environmental-Risk Longitudinal
Twin Study) para comparar hermanos, “una convincente investigación cuasiexperimental
que permite aislar la influencia del autocontrol. ¿Presenta el hermano con un
autocontrol más pobre peores resultados que su hermano más autocontrolado, a
pesar de haber crecido en el mismo ambiente familiar?”.
Aunque
la edad máxima de este grupo es de 12 años, ya se aprecia la misma tendencia
que la observada en el estudio Dunedin: más probabilidad de haber empezado a
fumar (b = 0.07), rendir peor en
el colegio (b = 0.13) y meterse en
problemas de corte antisocial (b = 0.09). Cuando se
controló el efecto del nivel intelectual, los valores de predicción no
cambiaron, salvo para el rendimiento académico (que bajó a una b de 0.006).
Los
autores concluyen que las diferencias que separan a los niños en autocontrol
predicen su futuro con igual eficacia que el bajo nivel intelectual y la
desventaja socioeconómica. Según ellos, el autocontrol puede entrenarse con
relativa facilidad.
Al
poco de revisitar este informe --ya comentado brevemente en este blog cuando se publicó hace seis años-- cayó en mis manos un artículo
en el que se exploraban las relaciones del autocontrol con la inteligencia.
Conclusión: un mayor nivel intelectual
predice un mayor autocontrol al usar modelos transversales y
longitudinales, incluso aunque se consideren covariables como el autocontrol
previo del chaval, su funcionamiento ejecutivo, el nivel intelectual de la
madre y el autocontrol de la madre.
Naturalmente,
en este artículo se hacen eco del informe Dunedin comentando antes.
En
esta investigación se estudian los casos registrados entre 1991 y 2007 por parte del ‘National
Institute of Child and Human Development’s Study of Early Chind Care and Youth
Development (SECCYD)’. En los análisis se consideran finalmente alrededor
de 1.000 familias en la que los niños han alcanzado los 15 años de edad.
En
general, los resultados son débiles, pero se observa que el nivel intelectual
predice el autocontrol futuro (b = 0.21). Las
covariables señaladas antes apenas poseen un efecto en esta relación:
“Esta asociación
persiste a través del tiempo y de distintos evaluadores, aunque se ajusten los
valores según el autocontrol previo, el nivel intelectual y el autocontrol de
la madre y el funcionamiento ejecutivo del niño
(…) nuestros resultados
subrayan la relevancia de la inteligencia en la etiología del autocontrol por
encima y más allá de la socialización”.
Desgraciadamente,
en este proyecto longitudinal solamente se estudia a un niño por familia.
Es
realmente llamativa la tendencia a olvidarse de que los niños de una misma familia no son clones, ni genética ni
ambientalmente. Vale mucho la pena estudiar atentamente las trayectorias
vitales de los hermanos que han crecido en la misma familia desde su
nacimiento. Sorprende que este diseño de investigación se use de poco a nada,
cuando sabemos positivamente que ofrece resultados súper informativos.
Un
excelente ejemplo de lo que podemos aprender se encuentra en el monográfico
publicado por Charles Murray (Income
Inequality and IQ) hace ahora casi veinte años.
El
diseño que usa Murray se basa en seleccionar hermanos según el criterio de que
uno de ellos se sitúe en un segmento de la distribución poblacional de CI (IQ)
y el otro pueda situarse en otro segmento, mayor o menor. A partir de aquí se
compara a esos hermanos que difieren por su nivel intelectual en una serie de
variables sociológicamente relevantes, tales como el nivel educativo alcanzado,
sus ocupaciones laborales o sus niveles de ingresos.
El
resultado sistemático es que las
diferencias del nivel intelectual que separan a los hermanos les ordena
linealmente, en un futuro, en esas variables sociológicas.
Nada
me gustaría más que averiguar si eso mismo se aprecia cuando se considera la
variable ‘autocontrol’. Ni valores Beta (b) ni correlaciones (r), sino
simplemente representar dónde se colocan en esas variables sociológicas los
hermanos ordenados según (a) su nivel intelectual y (b) su autocontrol.
Así
se sencillo.
Finalmente,
debo comentar que la declaración de los responsables del Estudio Dunedin sobre la supuesta facilidad para entrenar el
autocontrol es discutible. En un informe recientemente
publicado se critican las investigaciones en las que se ha observado un
poderoso efecto del entrenamiento del autocontrol.
En
ese informe se propone algo que me seduce: los individuos que presentan altos
niveles de autocontrol son buenos evitando la tentación, no inhibiendo los
impulsos cuando esa tentación está presente:
“Si se desea tener
éxito, entonces la estrategia más eficiente consistiría entrenar a la gente a
evitar proactivamente la tentación, en lugar de a inhibir esa tentación
reactivamente”.
Alejarse
de las situaciones de riesgo es lo que mejor hacen quienes se caracterizan por
un mayor autocontrol, y, por tanto, éste debe ser necesariamente resultado de
algún otro factor.
Es
fácil aventurar cuál puede ser ese factor, esa causa distal, dentro del cosmos
psicológico, ¿verdad?
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