lunes, 6 de julio de 2009

NO SIN NUESTRA INTELIGENCIA

Robinson Crusoe supo que tenía memoria y era capaz de aprender. Adquirió estrategias para desenvolverse en unas particulares condiciones y recordó cuál era el curso de acción más adecuado para mantenerse con vida.

Sin embargo, hasta la aparición de Viernes en su isla no tuvo conciencia de lo que significa ser inteligente. Su interacción le hizo percatarse de que era capaz de aprender y de memorizar un peldaño por debajo del indígena.

Crusoe y Viernes podían razonar, resolver problemas y aprender, pero el segundo lo hizo con mayor eficiencia que el náufrago.

La historia del Homo Sapiens es una reproducción, a gran escala, de la situación descrita por Daniel Defoe. Los científicos glosamos los avances sobre la Tierra de los seres humanos durante miles de años: cómo se ha pasado de las sociedades tribales a complejas civilizaciones en las que una sofisticada tecnología gobierna nuestras vidas.

Pero, ¿cómo se hizo posible la extraordinaria sucesión de acontecimientos que ha dado lugar a la sociedad de hoy en día?

La ciencia psicológica comenzó su andadura hace más de 100 años. En ese periodo se ha estudiado cientos de fenómenos vinculados a la mente humana. Se ha tratado de responder a preguntas sobre los procesos de aprendizaje, la memoria, la atención, la personalidad, los trastornos psicopatológicos, los efectos del envejecimiento sobre la conducta humana o las relaciones que se establecen en un grupo de personas.

Algunos opinan que la Psicología se ha perdido la visión del bosque al centrarse demasiado en la exuberancia e interés particular de los distintos tipos de árboles que se ha encontrado en el camino. Olvidó, casi sin darse cuenta, que el mayor logro de la mente humana es cobijar una inteligencia, el factor psicológico que propició el empuje del Homo Sapiens sobre el planeta azul. Sencillamente no hubiéramos llegado hasta aquí sin él.

POBLACIÓN Y EMINENCIA

Los psicólogos aceptamos, en virtud de las pruebas que se tienen por ahora, que algunas personas aprenden o memorizan con mayor eficiencia que otras. En el colegio, escuchando iguales lecciones del mismo profesor y usando idénticos libros de texto, algunos alumnos extraen un mayor beneficio que otros. En el mundo laboral, los supervisores poseen una idea bastante concreta de cuáles de los trabajadores que coordinan son más y menos eficientes en lo que se les encomienda hacer. El centrocampista de un equipo de futbol es el encargado, por el ‘mister’, de organizar el juego del resto de los compañeros para maximizar las probabilidades de colar el esférico en la portería contraria y llevarse los puntos.

El hecho natural que se encuentra detrás de estas observaciones suele describirse, apropiadamente, mediante la llamada curva normal o campana de Gauss. Con la capacidad intelectual ocurre lo mismo que con la estatura: muy pocas personas son extraordinariamente altas o intelectualmente capaces, algunos más son brillantes o altos, y un número relativamente elevado se distribuye alrededor del valor medio de estatura o de inteligencia. Por la parte de abajo sucede lo propio.

Si, es cierto que todos los humanos razonamos, resolvemos problemas y aprendemos, pero es una verdad indiscutible que existe una interesante variabilidad en la eficiencia con la que somos capaces de hacerlo. A esas diferencias en la capacidad de razonar, enfrentarse a problemas y resolverlos eficazmente solemos designarlas con el término ‘inteligencia’.

Se dice que el Homo Sapiens ha alcanzado increíbles logros. Pero, ¿es una declaración apropiada? Las pruebas disponibles nos inclinan a responder negativamente. Realmente han sido muy escasos los ejemplares humanos que han dirigido el carro al que hemos ido subidos los demás. En el viaje trascurrido desde que se inventó el fuego frotando dos palos, hasta la comprensión del orden cósmico, algunos de nuestros congéneres han destacado muy por encima de todos los demás y han permitido que obtengamos, como especie, un enorme beneficio. Eso fue posible por nuestra inteligencia, ni más ni menos.

CIENCIA DE LA INTELIGENCIA

Al tomar conciencia de ese hecho, algunos científicos se han interesado por comprender la inteligencia de los humanos. Se han preguntado cómo se puede medir, qué hace el cerebro para producir conductas inteligentes, si nuestras diferencias genéticas se encuentran implicadas, si lo que comemos es relevante o si los meses que pasamos en el útero materno son cruciales. Muchas de esas preguntas ya tienen respuesta. Otras no.

La inteligencia de los humanos se puede medir y existe un enorme abanico de posibilidades para hacerlo. La medida de la capacidad intelectual ha permitido averiguar que el modo en el que puede ordenarse a un grupo de personas según su inteligencia, contribuye a pronosticar cómo se ordenan, también, en muchas de las actividades que realizan en su vida cotidiana. Si se mide la inteligencia en la adolescencia, se puede predecir quiénes alcanzarán un mayor o menor nivel académico, mejores o peores dividendos laborales, más o menos ingresos, mejores conductas saludables (no fumar, no beber alcohol o hacer ejercicio), mayores o menores índices de accidentabilidad o una mayor longevidad. Actualmente no cabe duda de que, sea lo que sea que los psicólogos miden mediante los llamados tests de inteligencia, las diferencias de rendimiento observadas poseen extraordinarias repercusiones sociales.

Sin embargo, eso no satisface la curiosidad de los científicos. Quieren saber más. ¿Qué hace que Viernes sea más inteligente que Crusoe? ¿Qué distingue a Kepler de Brahe, a Mozart de Salieri, o a Obama de McCain?

A menudo se escucha que la inteligencia es capacidad de adaptación. No es cierto. La inteligencia se expresa, plenamente, cuando se es capaz de modificar el entorno para que se adapte al individuo que alberga esa capacidad. Eso es lo que han hecho los humanos durante milenios, con bastante éxito.

Kepler concibió la armonía del Universo a partir de los datos recogidos por Brahe. Mozart era capaz de escuchar mentalmente, de principio a fin, la sinfonía en la que trabajaba antes de escribir una sola nota. Salieri era consciente de que jamás lograría algo así. Omitiremos el caso de los políticos.

Seguramente hay muchas facetas en las que se distingue Kepler de Brahe, Mozart de Salieri, Obama de McCain. Pero una diferencia clave es su brillantez. En la Psicología científica, esa brillantez se denomina inteligencia. A día de hoy tenemos serias sospechas sobre el hecho de que el cerebro sustenta a esa inteligencia, y, por tanto, a los humanos que brillan con luz propia iluminando a los demás.

CEREBRO E INTELIGENCIA

Si elegimos un grupo de personas al azar, les metemos en un escáner y obtenemos una imagen de sus cerebros, observaremos que ninguno de esos cerebros es igual. Naturalmente comprobaremos que todos ellos poseen lóbulo frontal, parietal, temporal y occipital. Pero la estructura neuroanatómica cambia, y sustancialmente, de una persona a otra.

Este fenómeno se observa incluso en personas que genéticamente son idénticas, es decir, en los gemelos monocigóticos. Cuando se compara los cerebros de gemelos idénticos, de hermanos y de personas sin parentesco, se aprecia que las similitudes neuroanatómicas aumentan con el incremento del grado de parentesco, pero en ningún caso se observa una identidad. De este hecho los científicos deducen que los genes deben tener un papel relevante, pero también que no pueden agotar el fenómeno. Si el cerebro de los gemelos idénticos no es exactamente igual, entonces algo que no está en sus genes debe contribuir a sus diferencias neuroanatómicas.

Desde hace algún tiempo nos aplicamos en vincular la ciencia del cerebro con la inteligencia humana. Podemos ignorar, todavía, cuáles son los genes que, en concreto, son relevantes para producir diferencias de estructura y función a nivel cerebral. Seguimos preguntándonos cuáles son los factores no genéticos que impactan en el cerebro. Pero lo que si sabemos es que tanto unos como otros se expresan en ese cerebro. De ahí que comprender ese órgano pueda ser el camino más corto para llegar hasta los genes y a los factores del ambiente, físico o social, que están detrás del fenómeno natural de las diferencias de capacidad intelectual estudiadas por la Psicología científica.

¿QUÉ SABEMOS REALMENTE SOBRE LA INTELIGENCIA HUMANA?

Poco a poco vamos comprendiendo muchas cosas, aunque se deba reconocer que la meta todavía se encuentra a bastante distancia.

Sabemos, por ejemplo, que aunque usemos todo el cerebro para realizar la más elemental de las actividades, solamente algunas de sus regiones parecen estar detrás de las diferencias de capacidad intelectual. La pregunta que ahora nos asalta es por qué esa regiones.

Hemos llegado a conocer que determinados factores no genéticos que considerábamos realmente importantes para comprender por qué algunos niños son más inteligentes que otros, son escasamente relevantes. Supusimos que lo que sucediese en el hogar familiar impactaría en la capacidad mental de los niños que hubieran crecido en él. Pero estábamos equivocados.

Se había observado que los padres y los hijos se parecen en su capacidad intelectual en mayor grado que dos personas elegidas al azar de la población. Pensamos que esa mayor semejanza se debía al hecho de compartir más experiencias comunes en el primer caso que en el segundo. Pero si eso fuera cierto, entonces la semejanza entre un padre y su niño adoptado no debería ser sustancialmente diferente a la similitud entre un padre y su hijo biológico. En contra de lo que creímos, esa semejanza es radicalmente distinta en ambos casos. Es más, el parecido intelectual entre un padre y su hijo biológico es similar a pesar de que nunca hayan convivido en el mismo hogar.

A esto debe añadirse que si se compara a gemelos idénticos que han vivido en el mismo hogar, con hermanos convencionales que también han vivido en el mismo hogar, el parecido intelectual entre los primeros es sustancialmente mayor que el de los segundos. En consecuencia, no es lo que sucede en los hogares lo que promueve nuestras diferencias intelectuales.

Si medimos la inteligencia de un grupo de niños cuando tienen 11 años de edad y volvemos a medir la inteligencia de ese mismo grupo de personas 60 años después, ¿qué cabe esperar? No cabe duda de que, en ese largo periodo de tiempo, cada uno de los miembros de ese grupo experimenta una trayectoria vital diferente, por lo que se puede suponer que lo observado a los 11 años apenas tendrá relación con los que verá sesenta años más tarde.

Sin embargo, los científicos han descubierto que, de hecho, existe una intensa relación entre ambos periodos: los adolescentes más brillantes intelectualmente propenden a ser los mayores más inteligentes, y a la inversa. Observaciones como ésta han llevado a coquetear con la idea de que nuestra capacidad intelectual es tan importante en nuestras vidas, que la naturaleza no se ha permitido exponerla a las caprichosas condiciones del entorno.

La madre naturaleza no puede saber, con antelación, si esas condiciones serán favorables o perjudiciales, de modo que selecciona aquellos genes dispuestos a cocinar un cerebro que exprese inteligencia de un modo relativamente autónomo a partir, por supuesto, de una mínimas condiciones. Esto sería obviamente congruente con las dificultades que ha experimentado la ciencia para detectar factores no-genéticos que posean un impacto sobre la inteligencia.

Si las diferencias de capacidad intelectual tuvieran esencialmente ese origen, sería fácil encajar las piezas que manejamos. La naturaleza produce una enorme variedad de intelectos, y, como es sabido, esa naturaleza no posee una agenda política: distribuye aleatoriamente distintos intelectos entre los miembros de la población sin atender a ningún criterio social. Algunos tienen más suerte que otros en ese proceso de distribución.

Comprender en qué consiste ese proceso, exactamente, puede llegar a dar lugar a que, por primera vez en la historia del Cosmos, la naturaleza tenga que someterse a los dictámenes de una de sus creaciones. O no.

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