lunes, 23 de febrero de 2015

La perturbadora estabilidad de las diferencias intelectuales

¿Hasta qué punto son estables las diferencias de rendimiento intelectual a lo largo del ciclo vital?

Dicho llanamente: ¿quiénes son más inteligentes en su adolescencia son también los viejos más inteligentes?

En un estudio publicado recientemente, se considera la Scottish Mental Survey de 1947, cuya muestra original supera los mil doscientos individuos. A diferencia de otras investigaciones en las que se usan evaluaciones grupales, en este caso se dispone de datos sobre rendimiento intelectual valorado con una batería de aplicación individual (a través del famoso Terman-Merrill).

En esta investigación se comparan los resultados de 131 individuos evaluados cuando tienen 11 años de edad y cuando alcanzan los 77 años de edad. Además de los datos sobre rendimiento intelectual, también se dispone de evidencia sobre variables educativas, sociales y ocupacionales.


En resumidas cuentas, los resultados señalan que al menos dos tercios de las diferencias en capacidad verbal observadas en la vejez se pueden pronosticar según el rendimiento cognitivo y educativo en la adolescencia (R = 0.81). Sin embargo, la capacidad no-verbal (fluida) se predice algo peor (R = 0.57).

El Profesor Ian Deary publicó el año pasado (2014) una revisión sobre la estabilidad de la inteligencia, llegando a la conclusión general de que la mitad de las diferencias individuales de inteligencia son estables desde la niñez hasta la vejez.

Esta evidencia permite preguntarse por cuáles son los factores que contribuyen a explicar el resto del pastel. Desde esa perspectiva, parece que el APOE e4, el hábito de fumar, la diabetes, los trastornos cardiovasculares o el nivel de actividad física, contribuyen, en alguna medida relativamente menor, al envejecimiento más o menos saludable.

Centrándonos en el informe que ahora nos ocupa, la evidencia empírica, más allá del rendimiento intelectual, se obtuvo en el periodo de edad que va desde los 11 a los 27 años de edad. Algunos de esos datos son: sexo, estatura, tamaño de la familia, nivel ocupacional del padre, características del hogar familiar, personalidad, nivel educativo alcanzado y nivel ocupacional del individuo.

El papel de la educación es delicado.

Los autores de este informe subrayan que la estabilidad es claramente mayor para la inteligencia verbal que para la no-verbal. Sin embargo, la puntuación no verbal que usan es relativamente confusa. Para depurar la situación hacen un nuevo cálculo usando únicamente una medida claramente no-verbal, es decir, el test de matrices progresivas de Raven. La única variable que predice las diferencias de rendimiento en el Raven es la puntuación global de CI obtenida en la adolescencia a través del Terman-Merrill. Eso concluyen.

Es decir, las cualificaciones educativas no predicen el rendimiento en el Raven. Por tanto, “la educación pudiera contribuir en mayor grado a los productos de la inteligencia (capacidades cristalizadas) que a sus mecanismos o procesos (capacidades fluidas)”.

Me cuesta encajar el resultado de que la inteligencia no-verbal (fluida), es decir, la capacidad para razonar sin la posibilidad de recurrir a conocimientos previamente acumulados, sea menos estable que la inteligencia verbal. Pudiera ser que el paso de los años produjese una variabilidad aleatoria en la maquinaria que sustenta esa capacidad de razonar, pero eso no encajaría demasiado bien con el efecto creciente de los factores genéticos sobre las diferencias que separan a las personas según su nivel intelectual.


Además, al revisar la tabla de correlaciones entre las variables, puede apreciarse que el test de Raven presenta correlaciones sustanciales con las variables educativas (0.40 y 0.50), no muy distantes de sus correlaciones con las dos puntuaciones globales de CI (0.55 y 0.50).

Seguramente la inestabilidad que puede apreciarse se deba a que el tamaño del grupo no es particularmente elevado. Además, es claramente un grupo selecto, lo que puede generar un efecto de restricción de la variabilidad. Ambos son factores que suelen estar presentes en los estudios longitudinales y que, lógicamente, son inevitables.

En resumen, en general la respuesta a la pregunta con la que se abría este post es positiva: los adolescentes más inteligentes tienden a ser los viejos más inteligentes. Y ese hecho parece tener repercusiones sobre las diferencias con las que se envejece saludablemente.


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